lunes, 19 de octubre de 2015

DE LO HUMANO A LO DIVINO, II: CONTEMPLACIÓN

Completamos ahora las impresiones de este verano, con la parte dedicada al segundo concepto del título, la contemplación. El término requiere cierta explicación para despejar algunos riesgos interpretativos, aunque esas significaciones que no encajan en la que nosotros asignamos al vocablo, casi pueden darse por supuestas.

En principio, me parece importante decir que contemplar no es un acto meramente pasivo, estático. Es la fase final de un proceso sensorial, mental y existencial que tiene, a mi entender, cinco pasos: Ver, Mirar, Asombrarse, Admirarse y Contemplar. Cuando nos hallamos ante determinadas realidades tangibles, perceptibles por los sentidos, en especial el de la vista, se produce una serie, a menudo insensible, que pasa por esas fases antes dichas. Hay que precisar también que el fenómeno de la contemplación se da ante una realidad que afecta al oído, la música. Y como, digamos, nivel supremo, puede y se da de hecho ante las realidades que, por así decir, 'escapan' a los sentidos porque se encuentran fuera de su área de inserción, son las realidades trascendentes, que afectan al mundo del espíritu, de la vida interior y al 'sobremundo', o mundo sobrenatural, que tiene su 'sujeto' más propio en Dios y su misterio. Son expresivas de este significado las experiencias de muchos santos, pongamos ahora, en estos días celebrativos del V Centenario de su nacimiento, como cierto paradigma de la contemplación divina, a Santa Teresa de Jesús. Las frecuentísimas experiencia místicas de esta mujer absolutamente excepcional, incluso en el amplio y denso panorama cristiano, situaciones que ella narra en sus abundantes escritos, sobre todo el 'Libro de la vida'.
Por tanto, el 'panorama' dilatadísimo de la contemplación tiene dimensiones que dan para un extenso tratado, como en realidad existen.

Yo me quiero limitar a una dimensión más modesta de la contemplación, que se centra especialmente en el terreno del sentido de la vista, que es del que se quiere ocupar esta 'comunicación' de mis experiencias veraniegas. En el transcurso de estos meses, y con la muy grata compañía (excepto un caso) de esos amigos a que me refería en la primera parte, y, como añadido, de una hija, he (hemos) tenido ocasión de pasar por poblaciones, lugares y paisajes que han propiciado el disfrute visual, y en muchos casos contemplativo, de esas realidades. Por ello debo explicar lo que entiendo con tales términos y cómo se va procediendo de un paso a otro.

Ante todo, 'ver'; un fenómeno simple como es tener ante los ojos las cosas que vamos encontrando en nuestro camino, en este caso, parajes, templos, ermitas, claustros, salas capitulares y demás 'objetos' que se ofrecen al viajero. Vemos lo que tenemos delante (aunque a veces no lo veamos, y, desde luego, no lo ven igual mis ojos que los de mis amigos).

Pero con lo que simplemente 'se ve', pasa igual que dice el refrán: "Las palabras se las lleva el viento". Hay que 'mirar', y esto ya implica el pararse, aunque sea un momento. Es 'fijarse en', 'darse cuenta de'. Dice el libro de Job una frase llena de intención: "He hecho un pacto con mis ojos, de no fijarme en las doncellas". Ahí está la diferencia entre ver y mirar, entre el mero percibir pasajero y el fijarse. Ya hay un inicio de contemplación.



Dos imágenes que causan asombro y admiración: un abrirse el día y un crepúsculo, con nubes, 
sobre una ciudad iluminada en el anochecer

Sin embargo, antes de contemplar, cuando nos hallamos ante una realidad valiosa por su aspecto o características (seguimos en el plano del sentido de la vista, y aún el del oído), puede, o no, suceder otro fenómeno que precede a la contemplación: el asombro. La realidad, el monumento arquitectónico, la escultura o el lienzo, nos 'sorprenden' y, en cierto modo, 'fascinan' (igual en música, como describe y analiza cuidadosamente Alfonso López Quintás en su breve y sustanciosa obrita "La Novena sinfonía de Beethoven"). El asombro, su cualidad 'sorpresiva', captadora de al atención, deben darse necesariamente para llegar al plano contemplativo. Por ello en el proceso de esa, digamos, 'técnica' o, mejor dicho, práctica monástica que es la 'lectio divina', se insiste en que el lector, ante el texto que esté leyendo, lo repase sin prisa; se trata de ofrecer la posibilidad de que surja el asombro ante esa palabra revelada. Asombro, preámbulo del paso siguiente.

Porque del asombro puede y frecuentemente sucede, se llega al siguiente fenómeno anímico o psíquico: la 'admiración'. ahora ya no estamos simplemente 'fascinados', 'sorprendidos', como captados por lo que pudiéramos calificar de 'magia' que emana del fenómeno artístico (plástico o sonoro). Lo que surge en este momento es la 'entrada' consciente y sensible del ser que somos nosotros mismos en la 'interioridad' del fenómeno que se nos ofrece. Ahora sí que comenzamos a estar ya en el ámbito de lo contemplativo, aunque no del todo. La admiración puede cautivarnos y suscitar nuestra 'adhesión', tal vez hasta 'entusiasmo' ponderativo. Pero puede pasar. Sucede sobre todo cuando se discurre por las salas de un museo. La sucesión de obras que se nos ofrece puede llegar a admirarnos, pero vamos 'de una a otra', que tal vez nos admira igualmente o nos deja indiferentes, tal vez algo 'conmovidos', pero no más. La admiración da paso al último 'estado' vivencial cuando, ante la obra vista y admirada, se produce una como 'detención' de la totalidad del ser, que penetra silenciosa y admirativamente en la 'interioridad' del fenómeno que tenemos delante, de modo que, en cierta manera, lo hacemos nuestro y, a la vez, nos sentimos adsorbidos por sus rasgos entitativos y nos hacemos 'suyos'. Es la 'mecánica' o la 'magia' (con el insuficiente significado de estos términos para expresar lo experimentado) de la contemplación. En el 'estado contemplativo' nos adentramos en la realidad profunda del ser contemplado, vivencia que nos sume en un silencio en el que ya no se pondera ni se 'interpreta' nada, sino que todo el ser queda en suspenso, pero de modo 'activo', ante esa realidad. Esto se verifica por excelencia cuando lo referimos a la contemplación espiritual, cuando 'entramos' y, a la vez, somos absorbidos por la realidad trascendente del ser divino o de sus seres anexos, pertenecientes a su 'mundo'. Es difícil de explicar, pero me parece que se entiende aceptablemente.

Tras este dilatado 'preludio' explicativo, estamos en condiciones de referirnos a lo experimentado en las visitas veraniegas a los recintos monásticos, monumentos románicos y la ciudad de Ávila y sus lugares teresianos, junto, y como parte de ello, a las "Edades del hombre" en su 'edición' igualmente teresiana.

El asombro, la admiración y el sentimiento contemplativo se han manifestado ante los monasterios, los monumentos de arte románico y el denso mundo teresiano abulense. Y no sólo en casos de monumentos de excepcional categoría artística, como la colegiata de Santa María de Aguilar, el monasterio de San Andrés de Arroyo, la catedral o la basílica de San Vicente, de Ávila, o el fastuoso pórtico de Rebolledo de la Torre, sino ante pequeñas iglesias rurales con rasgos de una belleza sorprendente, asombrosa, y cautivadora del ánimo en muda contemplación. Hay ciertamente lugares que por su 'poder cautivador', por la excelsitud que 'emana' de su realidad, sumen a la persona en ese estado contemplativo más que otros.


Vista parcial del claustro de Santo Domingo de Silos y el ciprés

Pero la vivencia de lo singular es igualmente sugestiva para el que se encuentra en tal situación. Con objeto de no prolongar en exceso una enumeración que se haría prolija mencionaré sólo algunos de estos lugares, momentos y situaciones que han constituido para el 'peregrino del silencio' (como se estima este bloguero) acontecimientos que lo han sumido en tal grado de suprema vivencia. En los monasterios hay que citar los claustros de El Paular, de Silos y del Parral, junto a otro no habitado por monjes, como es el de la colegiata de Aguilar de Campoo, si bien hay gran diferencia entre aquellos y ésta.


El conjunto monástico de El Paular visto desde la huerta


Los monasterios habitados, en los que hemos vivido serena y relajadamente su realidad, ambientada, realzada más bien, por el hecho de la liturgia monástica, así como la estancia en los jardines y huertas de esos monasterios, constituye un 'summum' de altura contemplativa. Allí el espíritu se solaza y se expande sin prisas, con toda pausa y 'santa demora'. Hay una percepción de hallarse inmersos en la realidad trascendente, y hasta 'sacramental', que llega al nivel de sublimidad ambicionado para todo ánimo que busque la paz y la plenitud existencial. El paso por el claustro y el magnífico templo de la colegiata de Aguilar fue tranquilo, sin prisa, y llega a suscitar el sentido contemplativo, pero es algo transitorio, aunque deje una huella perdurable.

De semejante calidad es la contemplación de la catedral de Ávila, su templo y claustro, el pórtico excepcional de la basílica de San Vicente y el interior de la misma, incluida su cripta. También ante estos lugares, vistos al brillo de la luz diurna o bajo la iluminación artística en la noche, surge el espíritu contemplativo y se llega a adueñar del ánimo del peregrino. Algo similar, aunque no tan intenso, ocurre ante la maravilla de la muralla abulense, con su serenante sucesión de torreones, como una 'teoría' del equilibrio inalterable.

Pero no olvidemos hechos vivenciados que poseen enorme valor contemplativo: Es la liturgia, tanto la suprema de Silos, con la solemnísima celebración de la fiesta del día de San Benito, la también solemne de El Paular en el Día de los Amigos y la normal, cotidiana, del Oficio de las horas, compartido con los monjes, en cualquiera de los tres monasterios citados arriba, con su pacificante salmodia y demás ritos, o las horas de personal estancia orante en las capillas monacales, sumidas en el silencio y la penumbra suscitadores de actitud reverente y recogida. Es una experiencia  de enorme valor restaurador del ánimo delque puede venir abrumado por ruidos desquiciantes.


Vista parcial del interior de la iglesia rupestre de Olleros de Pisuerga (Palencia)

Asombro y encanto admirativo han suscitado también los demás monumentos visitados, tal vez por destacar fenómenos singulares, la elegante sobriedad visigótica de San Juan de Baños, las ermitas rupestres de Olleros y Santa María de Valverde, como también muchos paisajes que se ofrecían a la vista en el transcurso de nuestros viajes y paseos. La visión de Ávila desde los Cuatro postes, algo muy conocido, pero que no debe ser omitido, es algo fascinante, en cuanto hecho en el que la historia y el arte se han detenido afortunadamente, puesto que supimos del proyecto municipal de un Concejo 'progresista', típico del nefasto siglo XIX, que decidió derribar la muralla de la ciudad castellana, algo que no pudo acometerse por falta de numerario..., ¡gracias a Dios!. Las Corporaciones siguientes se dieron cuenta del valor que ese recinto medieval tenía como atractivo de visitantes.


Vista general de Ávila desde los Cuatro postes

Contemplación y amistad, amistad y contemplación en suma, integrados en vivencias altamente sugestivas. Cálida relación interpersonal y acercamiento a lugares de enorme valor, que han supuesto para los que hemos experimentado estos hermosos fenómenos un auténtico enriquecimiento de nuestra condición humana. Gracias a Dios.              

           

2 comentarios:

  1. Solo puedo añadir que me siento muy afortunado por poder disfrutar de esas vivencias de amistad y contemplación.

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    1. A la recíproca, José Manuel. Gracias por tu compañía, siempre grata.

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