lunes, 21 de noviembre de 2016

TIEMPO ESCATOLÓGICO

TIEMPO Y ACTITUD ESCATOLÓGICA

           
            Una especie de salto en el vacío damos respecto al amable y casi idílico tema que nos ha ocupado en las últimas 'apariciones'. Pero no tanto. Hay más de apariencia que de realidad. Del 'paraíso en la tierra', que constituye el segoviano monasterio del Parral, al trasfondo de lo que, enmarcados por la belleza de su recinto, la abundosa grandiosidad de sus jardines y el misterioso ambiente que la luz y la oscuridad de la noche y el amanecer imprimen a aquel reducto de sosiego y hondura espiritual; de todo eso saltamos a la contemplación de lo que tan propicio ámbito nos evoca: el encuentro con la realidad suma e insoslayable, que en ningún momento se nos aparece con mayor patencia como en el lapso temporal de finales de año.    

            Nos hallamos en tiempo que va mirando al término del año, tanto civil como litúrgico; más cercano el segundo, que suele situarse a finales de noviembre. La festividad de Jesucristo, Rey del Universo, coincidente con el XXXIV domingo del año litúrgico, pone punto final al tiempo celebrado como memoria del decurso histórico del acontecimiento de la salvación operada por Jesucristo y realizada, digamos virtualmente, a lo largo de año cronológico. La necesidad de acomodarse a la celebración de la Navidad, con las cuatro semanas preparatorias que la preceden (el Adviento) produce esta diferencia.


           Pues bien, la proximidad del final de ambas percepciones del tiempo, que en último término es sencilla cronología, pero con diferentes implicaciones existenciales, ha traído la idea de la finitud temporal y vital a la memoria o, por mejor decir, a la consciencia de la memoria (que es como un gran archivo del que tomamos nuestras vivencias pretéritas y la percepción del existir como un proceso global que integra infinidad de aspectos); de ese archivo, con el recuerdo del pasado, tomamos consciencia de la realidad insoslayable del carácter finito de la existencia humana, social y cósmica. Persona, sociedad global y aún la totalidad cósmica de lo existente, se hallan abocadas a un final, igual que tuvieron un comienzo, sin entrar ahora en teorías sobre el modo como pudo suceder ese principio, aunque sí nos interesa mirar de frente, de hito en hito, hacia el otro extremo del 'continuum' de la existencia, desde el cosmos a la persona.

            Este es el punto sobre el que deseo reflexionar y compartir contigo, amigo lector, en parte por tendencia espontánea, cada día más presente en el plano de lo consciente personal, es el referente al final, a la ultimidad de lo existente. Hay un término, un vocablo de origen clásico, si bien ha sufrido una lamentable tergiversación, que denomina con exactitud este ámbito de realidad: es el de 'escatología'. Por ello estimo conveniente ofrecer el significado del término, y de su 'vesión adulterada', tal como lo expone el diccionario ideológico de Julio Casares, de la Real Academia Española.

            Escatología: "Conjunto de creencias y doctrina referentes a la vida de ultratumba". Este es el sentido originario estricto, derivado del término griego 'eskhaton' o 'eschaton', que significa 'ultimidad', y hace referencia a la vida futura del ultramundo, más allá de la muerte. Tiene, además, una derivación vulgar y retorcida, que también recoge el diccionario ideológico de Julio Casares, que refiere el término a las 'cosas excrementicias', sin duda por su relación con la podredumbre del cuerpo muerto y los desechos alimenticios.

            Aquí vamos a utilizar el vocablo en su sentido auténtico, referido a la ultimidad de la existencia y su tránsito, es decir, paso o 'pascua', al 'más allá', a la 'vida después de la vida' (¿la hay realmente, se preguntarán hoy muchos?... La fe cristiana y la 'intuición' o el sentido del sobrevivir casi universal dicen que sí), y al tiempo que la precede en el más acá, que incluye ese momento terrible, aunque otros lo llamen 'esperanzado', que es el final preciso, la muerte, así como, también en términos de fe judeocristiana, el juicio, la comparecencia ante el Juez, que valorará las obras de cada uno según la medida que de diversas maneras y con la imagen de algunas parábolas, recoge el Evangelio. Este conjunto de 'acontecimientos' es el que evoca ese himno impresionante, utilizado en la liturgia católica de difuntos hasta las reformas derivadas del Concilio Vaticano II, conocido con sus dos palabras iniciales, "Dies irae" (Día de la ira), lo que supone una idea de algo terrible, pero en realidad tiene origen evangélico, aunque su visión terrorífica arraiga en la Edad Media y va creciendo hasta los tiempos del Romanticismo, en cuyo periodo se constituye en eje de obras literarias y musicales. La contemplación de una obra tan significativa como genial, que es el Juicio Final, con el que Miguel Ángel cubrió el enorme testero frontal de la Capilla Sixtina vaticana, nos ofrece una imagen insuperable de ese 'pavor' que evoca el canto del Dies irae.


             El ademán de Jesucristo dominador, Juez absoluto, llena de espanto hasta a los mismos bienaventurados, que exhiben el trofeo de su martirio (así el asombroso ejemplo de San Bartolomé que muestra a Cristo su piel arrancada), y hasta la imagen de la Virgen María aparece como asustada, con la cabeza vuelta hacia otro lado.



             La concepción más actual de ese momento como un encuentro con Jesús y el Dios Padre misericordioso, algo ciertamente grave, pero deseable para los que han vivido en la fe, ha desplazado de la liturgia posterior, aunque se haya perdido una invocación, un clamor  formidable a esa misma misericordia. Como imagen artística expresiva de este otro modo de percibir ese momento final, un artista contemporáneo del genio florentino y no menos genial, como es el Greco, no ofrece la visión que corona el espléndido lienzo del entierro del Señor de Orgaz, donde Cristo aparece como un Juez de  misericordia en medio de la Gloria.



            Los aconteceres escatológicos, que en la doctrina cristiana se conoce como 'postrimerías' y se concreta en cuatro 'momentos' o 'situaciones', muerte, juicio, infierno y gloria, ha tenido una enorme influencia en la cultura inspirada por el cristianismo, de modo que, por así decir, inunda el pensamiento occidental, al que ha servido 'material' de profundas consideraciones, tanto en el campo de la filosofía como de la poesía y la narración. Y en las artes, como nos muestran las ilustraciones que traemos, ha sido uno de los temas fundamentales, por la enorme fuerza de sus asuntos, como también en el ámbito de la música, tanto sagrada como profana. Esta relación da pie a 'enjaretar' ensayos que tendrían cabida en nuestras 'páginas de blog'. Y no renunciamos a entrar en ello, pero ahora estimamos preferible entrar en lo más nuclear de aquella realidad 

            Y la realidad que se impone es, ante todo, la del estricto fenómeno escatológico, la realidad de un 'más allá' repleto de misterio y, por tanto, de enigmas insolubles, pero plagado de cuestiones de la mayor trascendencia (aunque alguno pueda mirarlo con cierta sospecha, perplejidad y aún displicente ironía o hasta sarcasmo, en un reprimido afán de sentirse libre de tales preocupaciones o desconfiado de su valor). Que estamos abocados a un final, tras del cual desconocemos qué hay (a pesar de que la fe cristiana pueda darnos determinadas respuestas que salen de lo experimentalmente comprobable), e incluso si lo hay en verdad, este hecho incontestable da lugar (lo ha dado siempre al pensamiento) a plantearse cuestiones que han llenado páginas y tratados, tanto de carácter teológico como de filosofía profana, o de simple literatura, como de poesía.



            Todo cuanto estamos exponiendo tiene, respecto a otros ángulos de enfoque, un matiz y 'tinte' específicamente cristiano, porque ante el enigma de ese futuro incognoscible muchas personas que no compartan el credo cristiano responderán con un 'no merece la pena deshacerse en lucubraciones sobre algo que no podemos conocer; ante semejante incógnita sólo cabe limitarse a vivir lo que tenemos delante y cuando llegue ese momento final entrar en él con suficiente sosiego psicológico'. Respuesta aparentemente 'sensata', pero que no deshace o elimina de raíz el 'pellizco' de ansiedad que esa realidad pinza en nuestra piel.

            Visto desde dicho enfoque cristiano, la referencia básica y definitiva es la virtud de la esperanza, que impregna el ánimo de una especia de bálsamo que posibilita enfrentarse con esas realidades en actitud y talante sosegado, capaz de superar el sentimiento de angustia que, naturalmente, invade a la persona en sus niveles profundos y generan sentimientos derivados, hasta el pánico, la conmoción emocional que zarandea el psiquismo y lo bloquea, imposibilitando la visión equilibrada de tan críticas circunstancias existenciales. Pues la consciencia de su carácter crítico, conmovedor en sentido negativo, es un hecho innegable. Pero la esperanza, evidentemente sostenida por la fe en una serie de realidades, ante todo de la existencia de Dios como amor acogedor y el mundo 'supramundano que en él se sustenta, realidades, repetimos, que superan la dimensión de lo perceptible y nos enfrentan con el ámbito del misterio en su sentido más auténtico y definitivo, ese 'complejo' que la fe sostiene y sirve como soporte y aliento de la esperanza, hace posible al ánimo naturalmente 'desfalleciente' de la persona enfrentar la dimensión enigmática y estremecedora de ese conjunto de situaciones. ¿Qué hacer ante el innegable hecho de nuestra finitud y lo desconocido de su más allá?.


             El gran teólogo Hans Urs von Balthasar, una de las más excelsas y lúcidas mentes cristianas del siglo XX, aborda esta situación en su ensayo "El cristiano y la angustia" y concluye que sólo cabe arrojarse al vacío, en realidad a ciegas, con la convicción (que proporciona la fe) de que hay unos brazos y manos abiertos en disposición de recibir con amor al arrojado creyente -nunca más merecedor de tal calificación-. Y en este ignoto abismo, ¿qué podemos esperar? No lo sabemos y no lo sabremos hasta haber traspasado la frontera del oscuro valle de la muerte. Pero el más temprano y categórico mensajero de la realidad divina y ultraterrena del mundo cristiano, el converso fariseo Saulo de Tarso, San Pablo, en su primera carta a los creyentes de la comunidad de Corinto, hace esta atrevida afirmación para animar la esperanza de aquellos primeros cristianos: "Ni ojo vio, ni oído oyó, ni cabe en mente humana lo que Dios tiene preparado para los que le aman"

            ¿Qué dicen los maestros de vida espiritual acerca de dicha actitud esperanzada?. Apoyan fundamentalmente  su vivencia y perseverancia en la oración, entendida, en expresión teresiana, como 'trato de amistad' con Dios, con Jesús más exactamente. Es lo que permite generar una actitud de confianza en que después de esta vida hay otra en la que se produce un encuentro cierto y definitivo (aunque desconozcamos sus modos y formas) con toda la realidad de ese mundo transpersonal, ultramundano, en el que Dios es el centro y el destino del ser humano.



            El documento reciente más claro y orientador (sin ánimo 'pietista') sobre esta virtud es la encíclica publicada por el papa Benedicto XVI, con el título "Spe salvi" (Salvados en la esperanza), al final del año litúrgico del año 2007 (3o de noviembre), momento especialmente adecuado para entrar en la dimensión escatológica. Y concluye el texto, repleto de reflexiones del más hondo nivel existencial y religioso, con la evocación de la figura histórica que de modo más pleno y absoluto vivió su vida íntegramente en clave de esperanza: María de Nazaret, la madre de Jesús, que, entre las muchas advocaciones que se le han dedicado, merece destacarse la alusiva a tan bella aunque problemática virtud: Virgen de la Esperanza. De ella hay infinidad de imágenes, pero tal vez la más famosa y difundida, al menos en España, sea la que constituye una de las referencias fundamentales del fervor del pueblo y ciudad de Sevilla: Virgen de la Esperanza Macarena, la Macarena en su denominación popular. Vaya a ella nuestro homenaje y confianza ante el inmediato final del año litúrgico y cronológico.

    


miércoles, 9 de noviembre de 2016

MISTERIO NOCTURNO EN EL PARRAL

LA HORA DEL MISTERIO: NOCHE Y AMANECER EN EL PARRAL

"La noche no interrumpe tu historia con el hombre,
la noche es tiempo de salvación"
                                Himno litúrgico de las Horas.

"¡Oh noche amable, más que la alborada!"
                          S. Juan de la Cruz: Noche oscura.

"La noche sosegada,
en par de los levantes de la aurora".
                          San Juan de la Cruz: Cántico.


           
            Como exergo, ponemos tres textos de la máxima expresividad, que nos hablan de la noche en términos encomiásticos de suma hondura. La noche, también tenida como símbolo e imagen de la desgracia, de lo negativo y espantable. Y, sin embargo, ¡cuánta poesía se ha escrito, en donde la noche es valorada como hora para el amor, hora para la ternura y la confidencia dicha en voz baja!. La noche, tiempo contradictorio, ha sido para este peregrino frecuente ocasión de vivencias sublimes, de hallazgo del más reposado silencio. Y lo ha sido especialmente en su experiencia de huésped monástico.




            Los recintos monacales, que en sí ya son ámbitos del silencio vivo, del silencio habitado por el Misterio que habla sin palabras, al llegar la noche adquieren su más convincente y auténtico significado. Por dicho motivo y cualidad, el tiempo que transcurre desde el nocturno Oficio de Completas al de Laudes, a la mañana siguiente, se denomina en el lenguaje monástico "gran silencio". Mientras dura este tiempo toda comunicación queda acallada, y, si hiciera falta, se manifestará más que en tono normal, por señas o en voz muy baja.

            Pero hay ámbitos cenobíticos en los que la experiencia de la noche adquiere un relieve y una virtualidad especiales que excluye toda referencia tremendista; al contrario, la configuración del recinto y la posibilidad de permanecer en él, o las singulares cualidades del entorno donde se halla situado el monasterio u otras circunstancias no previsibles, imprimen a la vivencia del tiempo nocturno por parte del huésped unas condiciones que la hacen singularmente valiosa, y por ello inolvidable. Y confirman la afirmación de la bondad de la noche, de la propicia posibilidad de llevar el contacto con la realidad trascendente de Dios a niveles de hondura inefable, que llevan a exclamar con el gran místico el elogio de la noche como tiempo más amable que el día.

            Este es el caso del monasterio del Parral, que ha ocupado nuestra comunicación en las últimas entregas. Varios son los aspectos que se aúnan para permitir al huésped vivir una experiencia de sublimes calidades, en la que se entra en el ámbito del misterio, con doble significado y, por tanto, con minúscula y mayúscula: es la noche el momento de las sombras, que, si son benignas como en este caso, infunden serenidad y sosiego en el ánimo. Y esas condiciones ambientales, vividas en un recinto sagrado, en el que se tiene muy cerca la presencia sacramental de Cristo en la capilla siempre abierta del monasterio, facilitan la percepción, siempre sujeta al influjo de la fe, del Misterio que oculta la presencia sensorial de la realidad divina. Es una experiencia ciertamente inefable, inexplicable, pero que, incluso en situación espiritual de oscuridad, se percibe 'un no sé qué' que nos habla por ventura, dicho en términos del excelso santo poeta, parte de cuyos restos descansan unos metros más allá del cenobio del Parral.



            La entrada en la 'hora del misterio' se produce a partir del final de la cena. Comunidad y huéspedes hemos concluido la colación nocturna en el amplio refectorio y salimos, ya sin formalidad, cada uno a su celda o al claustro. A esta hora, en dependencia del tiempo estacional, podrían ya estar encendidas las someras luces del claustro. Poco tiempo después nos reunimos en la capilla para el Oficio de Completas, que transcurre con la sencillez propia de esa Hora. El final, como siempre, consiste en el canto de la Salve, para cuyo acto se apagan las luces de la capilla y se enciende un foco que ilumina la imagen de la Virgen, ahora la antigua talla románica que dio nombre al recinto, situada en hornacina a la derecha del Crucifijo que nos preside, ante la cual se han encendido dos cirios. El canto sosegado es ya una factor de plenitud serenante por las mismas invocaciones que conforman esa antigua oración mariana. 



            Una vez concluido el canto, monjes y huéspedes van pasando ante el P. Prior, que, junto a la puerta e hisopo en mano, asperja a cada uno con agua bendita, un detalle más (como en todos los monasterios) que contribuye a sentirse amparado por la misericordia perdonadora de Dios. Al salir al claustro sí que nos hallamos plenamente sumidos en las sombras nocturnas que palían las luces de las esquinas y la luz de reflectores que iluminan la torre. En uno de los rincones podemos contemplar la bella imagen de la Virgen Madre, de insinuante sonrisa goticista, de pie, con el Niño en brazos. Se halla rodeada de macetas de pilistras con sus grandes hojas. Es una referencia que suscita la percepción del Misterio.




            Enmarcadas por los arcos de herradura apuntada, la iluminación artística destaca, entre las frondosas masas de cipreses y abeto, las formas monumentales del edificio, galería superior y aún la tercera de un lado, y la torre campanario con su terminación plateresca. Todo adquiere un relieve espléndido, con maravillosos contrastes de luz y sombra que producen una fascinante impresión por su belleza, y nos hace sentir inmersos, sumergidos en un mar que no ahoga sino eleva, al amparo de silencio ambiental que domina el gran recinto y nos introduce en la hondura del Misterio en su integridad casi tangible y envolvente. Podemos deambular serenamente por las desiertas naves del claustro sin que nadie nos urja la retirada, y así disfrutamos de los diversos enfoques del magno edificio.



            Con tan estimulante impresión tomamos el ascensor que nos lleva al piso alto y entramos en nuestra celda. Mas allí, todavía a oscuras, en su doble ventanal, ¡oh maravilla!, nos sorprende el inigualable espectáculo de los monumentos segovianos iluminados, que resalta sobre la oscura masa del monte cubierto de arboleda, en el que se vislumbran igualmente las luces de las calles. Mantenemos apagada la luz de la habitación y esto resalta, a través de los dos huecos de las ventanas, la belleza sublime de tal espectáculo. 



           Desfilan ante nuestra vista los monumentos realzados por la iluminación artística: la esbeltez de la torre de San Esteban a nuestra izquierda; sigue la gran fábrica de la catedral, su cúpula y linterna, como el grandioso campanario; más a la derecha, la torre de San Andrés y, a continuación, algo más distante, la gran mole del alcázar, su hermosa torre del homenaje y la redonda torre de la 'proa' delantera. 



          Vamos captando el conjunto y los monumentos, uno a uno. La masa vegetal que puebla las laderas de la montaña queda también teñida de un luminoso verdor oscuro que contrasta con el brillo de los edificios. Todo ofrece una visión ante la que nos pasaríamos las horas sin retirarnos, saturando nuestra vista y el ánimo con tal maravilla. El misterio, que impregna de silencio la noche y la hace amable, nos penetra el espíritu y nos llena de paz indescriptible. Es una experiencia que se graba muy profundamente en los más recónditos repliegues del alma. Toda realidad ajena a este momento queda desplazada a niveles más inferiores. No es que pierda su relevancia, pero ésta queda subsumida bajo los planos de altísimo valor estético y espiritual, que se compensan mutuamente. Gustosamente pasaríamos el tiempo en esta contemplación, hasta que se apague la iluminación artística, pero hemos de retirarnos para madrugar y asistir al Oficio de Laudes, con monasterio y ciudad todavía sumidos en las sombras.

            La noche nos ha dejando imborrable huella. Hemos gustado el supremo encanto nocturno en su belleza y densa expresividad.  Pero aún nos aguarda otra inesperada sorpresa, que, sin contradecir a la anterior vivencia, nos lleva a experimentar la inefabilidad de otro momento y otras condiciones envolventes de nuestro ámbito. Al levantarnos al amanecer, para acudir a la capilla, todo el recinto y su entorno urbano se hallan rodeados de sombras, pero, sin embargo, en el cielo apunta ya una tímida luz. El cerrado negror nocturno va cediendo paso lentamente a un albor que pone en el ambiente de la ciudad tonalidades añiles que permiten perfilar la masa oscura de los grandes edificios contra un fondo todavía semiluminoso en el que campean las escasas luces de las calles y alguna ventana de vecinos madrugadores ya encendida. Es otra indescriptible estampa de belleza serena, que nos atrae y fascina. Tomamos la cámara fotográfica y la ponemos sobre un trípode para captar semejante maravilla sin riesgo de que nos falle el pulso. Logramos retener este fulgor medio tenebroso antes de acudir al Oficio litúrgico.



            Bajamos a la capilla. El claustro se halla sumido en sombras; sólo una pequeña luz ilumina el retablo de San Jerónimo en uno de los rincones. Las formas del campanario se siluetean apenas sobre un cielo de leve añil a través de la arcada. El Oficio de Laudes transcurre sobrio y sosegado. Mas al regresar a la celda, todavía la claridad del cielo no ha avanzado tanto que pueda decirse que es ya pleno día. Sin embargo, el incipiente claror ilumina suavemente los edificios como para poder apreciar sus formas monumentales. Y la arboleda desde la que parecen emerger tiene ya una verde tonalidad, todavía en penumbra. 



           Se está realizando ante nuestra asombrada vista el verso del místico poeta que hemos traído al comienzo: "La noche sosegada, en par de los levantes de la aurora". Sosiego pleno en el monasterio y en una ciudad, donde, todavía, el tráfago de la vida no ha marcado su huella ruidosa: sosiego y paz bajo la luz tamizada de la fresca amanecida; pura poesía hecha realidad.


            Por mucho que nos esforcemos en utilizar los términos más escogidos para describir estas impresiones, la del momento inicial de la amanecida y la segunda, con el día más avanzado, no lograremos trasladar una imagen adecuada de aquella vivencia. Estamos en la esfera de lo inefable, y así vivimos y somos embargados por tan excelsa visión cada noche y madrugada. Durante los días de nuestra permanencia en el cenobio de Santa María del Parral volvemos a experimentar la fascinación misteriosa de tan exquisita belleza, que inunda nuestros sentidos y empapa el espíritu de una extraña vibración que viene a sumarse a todas las demás facetas de la inolvidable estancia en este excepcional recinto, y nos suscita el deseo de repetir el hospedaje en años sucesivos. En muy pocos lugares se conjugan tantas y tan excelentes cualidades para hacer de la estancia una experiencia realmente vivificadora en muchos sentidos. 

martes, 1 de noviembre de 2016

PASEO POR EL JARDÍN DEL PARRAL

EL PARRAL. 2º. JARDINES Y HUERTA

"Plantó Yahaveh Dios un jardín en Edén, al oriente... Yahaveh Dios hizo brotar toda clase de árboles deleitosos a la vista (Gen 2, 8-9)

¿Por qué llamarle 'paraíso' (jardín bíblico)?

            Hemos recorrido las dependencias del monasterio de Santa María del Parral, en Segovia, de una belleza y amplitud que cautivan al visitante o al huésped. Mas, para centrarnos en la calificación un tanto especial que hemos dado a este monasterio, hemos de preguntarnos: ¿Qué de singular es lo que hace que se pueda recordar el Jardín de la bíblica (alguno diría "mítica") tierra de Edén, el Paraíso anterior al pecado original? Porque, en realidad, podemos afirmar que todos los monasterios tienen elementos comunes: Recinto monacal de viviendas y dependencias para cada actividad, templo, hospedería y zona de naturaleza, al aire libre (huerta o jardín, aparte del espacio abierto de los claustros). 



Respondemos inmediatamente: el monasterio del Parral posee un espacio de jardín (que se puede llamar también 'parque' por su amplitud y diversidad vegetal) y una huerta de tales dimensiones, belleza, feracidad y riqueza de agua, que a poco que el huésped tenga un recuerdo de aquella denominación sacra que fue el Jardín del Edén original, le vendrá a la memoria dicho recuerdo. Este huésped, que se considera 'peregrino del silencio' lo ha experimentado así más de una vez, y a ello contribuye el clima de silencio y serena placidez que impregna el ambiente de ese formidable parque-jardín-huerta (hay que usar, enlazados, los tres vocablos para designar con justeza y justicia lo que allí se disfruta), el sosegado y, sublime placer que invade el ánimo y, en términos modernos, el psiquismo del huésped, y restaura su equilibrio anímico, si es que lo tiene alterado.




Esta experiencia, en la que tiene un papel un elemento tan decisivo (y ambicionado por todas las culturas del mundo y de la historia) como es el agua, la riqueza, abundancia y hasta 'derroche' del elemento vital por excelencia, es tal que basta para explicar la feracidad de todo el conjunto vegetal que puebla el amplísimo espacio al aire libre, desde el cual, para colmo, se disfruta, una perspectiva de monumentos de la ciudad, que llena la vista de esplendor y belleza, tal como hemos descrito al comienzo. Vamos a recorrerlo serenamente.

Un paseo por el jardín del Parral.

            Desde el claustro mayor entramos hacia el jardín a través de una puerta ojival y un corto pasillo que cierra, con enmarque también gótico, una verja a cuyo exterior se desparrama una enredadera con flores rojizas en forma de trompetilla. Sigue otro pasillo, ya en el exterior por el que accedemos definitivamente al parque monacal.  


Junto a una fuente que mana el agua por la trompa de la cabeza de un elefante nos hallamos situados al comienzo de un larguísimo paseo pavimentado, flanqueado por pilastras de base cuadrada, en muchas de las cuales se han armado pérgolas que lucen enredaderas colgantes, que se continúan con dos filas paraleles de altos cipreses y abundantes masas de bambú. La distancia es muy extensa y este hermoso paseo deja a un lado el jardín donde florecen plantas de crisantemos, dalias, geranios, girasoles y otras, que ponen un tapiz multicolor a esa parte.



 La variedad floral es fastuosa; hasta florecen cardos y otras plantas salvajes que lucen sus flores, de una belleza singular  Al otro lado del mismo se extiende una muy extensa huerta, con dos niveles de altura, donde fructifican hortalizas de la más variada especie, con productos de una calidad excepcional, que se consumen en el refectorio. 


No es cosa de entrar en detalles, pero baste dar esta ligera alusión como testimonio de la frondosidad de aquel espacio.

            El paseo de pilastras y su continuidad de cipreses, interrumpido por dos glorietas con una fuente en su centro, tuerce a su final el trazado para ir ascendiendo, ya como camino terrizo, hasta un elevado nivel, con árboles coníferos y matas de plantas olorosas (romero sobre todo). El terreno se hace allí más abrupto y se extiende hacia arriba en una ladera de suave pendiente con vegetación espontánea. Desde esta altura podemos contemplar el ábside del templo monacal, de sobria arquitectura, sin alardes.

El camino que trajimos desde el paseo pavimentado da un rodeo para volver a descender hasta el mismo, mas en este trayecto se interrumpe para dar entrada a una amplia terraza cubierta por fuerte toldo impermeable. Delante de este espacio se encuentra un precioso estanque surtido por un grueso brazo de agua que surge de la boca de un león de piedra granítica (la imagen simbólica de San Jerónimo, que encontramos en multitud de sitios del monasterial




Este amplio espacio se adorna con infinidad de tiestos del más vario tamaño, que lucen plantas muy variadas, cuyo colorido es un gozo para la vista. 




Cómodos sillones plegables, propios de terraza al descubierto, permiten sentarse a leer o, simplemente, a contemplar el panorama monumental segoviano, mientras el musical sonido del agua de la fuente pone un rumor delicioso en el ánimo. En el trayecto descendente que hemos interrumpido se encuentran a cada lado dos deliciosas construcciones, que podrían tomarse como casas de muñecas, pero son en realidad palomares donde anidan esos animales.


            En un extremo del parque, junto al edificio de monasterio, nos encontramos con la espléndida sorpresa de un claustrito hoy en desuso, pero al que se puede acceder por una escalera descendente. Es de refinado estilo de transición del gótico al plateresco, con columnas y galería alta que se abre hacia el interior y afuera con ventanales de arco conopial.



La impresión es de una belleza excepcional y nos preguntamos cómo es que tal maravilla se encuentre relegada al desuso. No hemos indagado el por qué, motivo que  nos impide explicarlo.
   
            Pero, aparte de esta incógnita, ¿no puede calificarse de 'paradisíaca' esta magnífica experiencia, cuya calidad y cualidades vienen a sumarse a los demás aspectos de la estancia monacal? Incluso en el caso de que una sorpresiva tormenta de verano pueda alterar hasta con lluvia torrencial y 'aparato' eléctrico y sonoro (relámpagos y truenos) el clima soleado de algún día, la impresión de este fenómeno atmosférico, resulta igualmente feliz y gratísima. 


Un 'Paraíso en la tierra', expresión muchas veces utilizada con ligereza para describir algunos lugares agradables, es en el caso del monasterio de Santa María del Parral, una denominación que se ajusta con enorme propiedad a la consciencia que los desdichados mortales de ahora se hayan podido forjar en su imaginación de cómo pudo ser aquel Jardín sin defecto que cubrió el país de Edén.

Paisaje monumental.

            De pasada hemos aludido a la contemplación de parte de la Segovia monumental desde todo el parque por el que transitamos o la terraza en la que descansamos. Pero merece la pena detenerse en su descripción e ilustrar esta narración de modo adecuado. Desde que entramos en terreno a cielo abierto, sea al recorrer el extenso paseo como desde lo alto del camino o en la delicosa terraza ante el estanque tenemos a la vista un panorama de enorme belleza por la variedad y calidad monumental de lo que contemplamos.



Ante nuestros asombrados ojos se extienden de izquierda a derecha, tal como mencionamos en el anterior artículo, cuatro de los principales monumentos segovianos: en primer lugar, la esbelta torre-campanario de San Esteban, abierta por simétricos huecos que albergan las campanas y le dan un aspecto de suprema elegancia. Inmediatamente después se abre ante nosotros la gran 'fábrica' de la catedral, la última de estilo ojival edificada en España, con prominente cúpula y linterna así como elegante y grácil campanario.


Continúa la torre de San Andrés, de estilo gótico-mudéjar,  con aberturas en sus cuatro caras, mas con elegante chapitel barroco de pizarra. Por último, a mayor distancia pero destacado sobre el monte poblado de arboleda, el gran conjunto del alcázar, residencia predilecta de la gran reina Isabel I de España, con la bellísima configuración de su arquitectura entre militar y palaciega, en la que destaca ls espectaculares torres, la de Juan II, maciza y señorial,



 y la redonda delantera, que avanza espléndida, como la proa de un enorme navío, hacia el cauce del río Eresma, que discurre a sus pies. Visión imborrable que enaltece con su verdor siempre vivo la extensa arboleda del las laderas que se derraman a los pies de la ciudad.
         
         



Hemos concluido nuestro paseo por el amplio marco del jardín monástico (junto a su espléndida huerta), del monasterio de Santa María del Parral, con la vista de la ciudad que, a la luz del atardecer adquiere tonalidades doradas de un belleza fascinante.


           Sin embargo, la estancia hospedera del narrador tiene un sugestivo complemento, porque cada día hay una hora en el tiempo de permanencia que nos brinda un encanto muy especial: es la hora de la noche, que incluso se prolonga hasta la siguiente madrugada. En ese tiempo no nos limitamos a descansar, sino que encontramos nuevos alicientes que enriquecen de modo singular nuestra vivencia de este recinto de calidad suprema por sus muchos aspectos positivos, que dan a la experiencia de la estancia matices y tonalidades de muy diversa riqueza. La posibilidad de deambular sin prisa por el gran claustro mudéjar y la privilegiada situación de las habitaciones de la hospedería, que nos sitúan frente a la monumental Segovia, permiten ampliar nuestra vivencia a dimensiones insospechadas y, por cierto, nada frecuentes en otros recintos monásticos. En el Parral hemos podido extasiarnos y saborear con fruición la belleza de unos perfiles y unos horizontes que adquieren relieve muy distinto y coloración diferente a lo que nos ofrece la luz diurna, y nos lleva a penetrar en un ámbito de relevancia muy especial tratándose de una experiencia de huésped monástico. Es la vivencia del misterio en su hondura más fina y sublime. La noche, como inmersión en lo misterioso, en lo más sutil del silencio vivo es lo que hemos podido experimentar en el Parral y hasta retenerla para su perduración temporal, gracias a la cámara fotográfica. Merece la pena extenderse en esta inolvidable vivencia. Pero en la entrega anterior nos extendimos tal vez más de lo prudente y en esta no quisiéramos mantener ese comportamiento. Porque el tema merece ser tratado sin reserva y ofrecer lo generosamente ilustrado. eso merece una 'entrega' aparte, y así lo haremos. No tenga duda el amigo lector de que esta dilación será una ventaja para su disfrute. Hasta muy pronto, en que concluiremos por completo la presentación de esta experiencia repleta de muy varias satisfacciones y valores.