NAVIDAD DE LA
TERNURA
¡Qué termino tan propicio
para la sensiblería!: 'Ternura'. Y,
sin embargo, nada más ajeno a la facilonería sensiblera (aunque a algún
tendencioso pueda parecerselo), y nada más apropiado para identificar un
estilo, no sólo navideño (tema propicio para aplicarlo a este mundo de sensible
cercanía), sino para cualificar (derivado de 'cualidad') un estilo artístico,
aunque no el exclusivo, que esa palabrita de la que puede abusarse impunemente,
cuando deseamos destacar un matiz predominante, relevante, en un artista de
fama universal como Bartolomé Esteban Murillo. Sí, la suya es una pintura
navideña en la que destaca esa cualidad tan frágil y a veces despreciada, pero
tan necesaria para que la relación interpersonal pueda desenvolverse en
términos de cercanía y cordialidad (derivado del latín 'corde', que, como es sabido, significa 'corazón',y alude al órgano que rige los afectos y sentimientos,
sin excluir la mente, claro).
Y por tanto, término adecuado para un
acontecimiento como es la Navidad ,
revelación de la venida del Verbo eterno, Hijo de Dios ("Dios de Dios, Luz de Luz", según el Credo), que se hace
mortal con todas las tremendas consecuencias, y niño por tanto, pero nacido de madre
virgen... Un hecho tan asombroso e inimaginable por la mente humana (ya lo dice
San Pablo en el himno de Filipenses 2) que ha de ser anunciado por medios
sobrehumanos (un ángel, una estrella) y atrae a personas que se salen de lo
corriente, que poseen la sencilla credulidad de unos vulgares pastores y la enigmática
sabiduría de unos magos orientales, mientra deja, bien conmocionados y confusos
a poderosos, o indiferentes a sabios doctores endurecidos. Ese acontecimiento
es plasmado por el arte de todos los tiempos desde que el hecho se produjo, con
arreglo a los parámetros culturales de
cada época.
Hemos contemplado la
expresión que manifiesta la Navidad en la brillante eclosión del Renacimiento en el país tal vez más
estimado como prototipo de esa concepción cultural, tanto artística como
literaria: Italia. Ahora damos un salto de casi dos siglos adelante y nos
situamos en el complejo mundo del Barroco y en el país donde este movimiento
cultural del Occidente cristiano tiene uno sus más prototípicos ejemplos:
España, y de ella el ámbito tal vez mas brillante de esa época, Andalucía,
Sevilla por más señas, faro entonces de tantas manifestaciones existenciales y
culturales, junto con Granada, para ser justos. En la Sevilla del siglo XVII
brillan con luz radiante el arte del que se estima como el más
paradigmático de sus pintores, cuyos lienzos se difundieron en el mismo siglo
por toda Europa y fueron ambicionados (y robados, incluso a punta de bayoneta)
por los poderosos bandidos (como el napoleónico mariscal Soult), que los
llevaron a sus palacios, para terminar en los famosos museos de sus países. Me
refiero a Murillo, sin olvidar el mérito del otro 'consagrado' en Sevilla, aunque
extremeño de cuna, Zurbarán.
La ternura como rasgo de la
pintura navideña de Murillo tiene abundantes expresiones en su obra. No podemos
incluirlas todas; hemos optado por unas cuantas más significativas que nos
permiten apreciar con evidencia ese rasgo, junto siempre con la naturalidad
carente de toda sofisticación, imagen directa, inmediata, palpable. Ciertamente,
pinturas para inspirar devoción, piedad. No olvidemos que nos hallamos en el
siglo en el que toma cuerpo y se trasciende al pueblo llano toda la
enorme carga doctrinal suscitada por el Concilio de Trento, con la fuerza de lo
que podemos llamar 'nueva evangelización', desarrollada sobre todo por las órdenes
religiosas, con preeminente presencia de la Compañía de Jesús y el Carmelo teresiano.
Dos son las escenas que
destacan en la narración evangélica navideña: la adoración de los pastores, la misma noche del prodigio, y
la de los Magos (que no reyes, aunque en la época murillesca ya se les asigna
esa condición), un tiempo después, indeterminado, tal vez un año o dos, por el
cálculo hecho por Herodes en su salvaje decisión.
Respecto a los pastores, contamos, sobre todo, con dos
lienzos, uno más difundido, que se halla en nuestro museo del Prado, y el
segundo, no menos evocador, que atesora el museo de Bellas Artes de Sevilla. En
ambos brilla poderosamente (pero hay que pararse a contemplarlos, pues el
artista no hace ningún alarde fácilmente perceptible); brillan en los dos las
cualidades que hemos querido destacar: ante todo, la ternura, inefable,
impregnándolo todo, y tanto como aquella, la sencillez, la naturalidad, la
ausencia de cualquier signo de 'grandilocuancia'; es Murillo en su más
entrañable calidez humana.
En la escena del lienzo del Prado hay tres pastores: dos hombres y una mujer. El de actitud más adorante es el hombre, casi
anciano en primer plano, arrodillado, con indumentaria que puede ser muy bien
análoga a la que tuvieran los que acudieron aquella noche. Ha dejado en el
suelo una gallina y junta las manos en gesto de devoción ante el precioso Niño
que muestra su Madre con serena y tierna actitud, mientras San José, con recia estampa
varonil, envuelto en amplio manto, contempla esta adoración, lo mismo que el
otro pastor y la mujer, que porta una cesta de huevos mientras el hombre sujeta
con suavidad un cordero. Todo respira naturalidad, admiración y ternura.
La
escena nos transmite fielmente la impresión de sencillez que pudo tener el
encuentro de los pastores en un ámbito de digna pobreza, como ejemplo de la primera bienaventuranza. Murillo encierra la escena en un ambiente de cierto tenebrismo,
o más bien penumbra, del cual destaca la cabeza del buey, para concentrar la
luz en la figura del Niño Dios sobre el pesebre y de María. No se puede pedir
más belleza, más serenidad y ternura. El 'hallazgo' de lo que los pastores han
sabido por el mensaje angélico impregna de admiración a sus protagonistas.
El lienzo de la adoración que
guarda el museo de Sevilla es muy distinto, algo más complejo en sus elementos
integrantes, y tal vez pudiéramos asignarle con verosimilitud el calificativo
de 'ternura', en especial por un detalle algo marginal en la
escena. A diferencia de la composición horizontal que tiene el del museo del
Prado, éste muestra una composición en vertical, teñida igualmente de cierto
tenebrismo suave, muy propio del mejor Murillo, que no abusa de la influencia
caravaggiesca que indudablemente tuvo. Hay un marco de espacio arquitectónico
medio ruinoso que se abre al exterior en la zona izquierda, y se incluye un
luminoso rompimiento de gloria en el que dos ángeles niños sobrevuelan la
escena.
Hallamos aquí rostros que
permiten apreciar la ternura, como en el pastor anciano que aparece en un
segundo plano, pero, sobre todo, en el más joven, de aspecto agitanado, con barba y
bigote muy morenos; este pastor se encuentra poseído de un delicioso sentimiento de admiración,
con abierta sonrisa, mientras contempla al Niño, que nuestra una madre de rasgos
más juveniles que la del lienzo del Prado. San José aparece inclinado hacia el
Niño mientras se apoya en su bastón.
Mas donde hallamos el exquisito detalle de
la sensibilidad tierna de Murillo es, en el pequeño grupo del lado izquierdo
de la escena que componen una madre muy joven que mira a su hijo, que sostiene
una gallina y se vuelve a ella con algún comentario de lo que está viendo. Un
niño en la escena de encanto navideño. Y es que, si se ha calificado a Murillo
como ‘pintor de las Inmaculadas’, con no menos justicia se le puede decir
‘pintor de los niños’. Niños ‘de este mundo’ pueblan sus lienzos, como también los del ‘otro’, el celestial, los ángeles-niños, de los que hace maravillosas
creaciones, como en el espacio superior de este lienzo. Esta ‘adoración’ del
museo de la capital hispalense es uno de estos ejemplares entrañables, en el que
el artista pone una nota que contribuye a imprimir el predominio de la ternura,
este fino y delicado sentimiento, tan acorde con el misterio que estamos
contemplando.
El mismo detalle de presencia
infantil se encuentra en el espléndido lienzo de la adoración de los Magos, de
clara influencia de Rubens, pero en el que Murillo ha eliminado casi por
completos la altisonante ‘parafernalia’ típica del gran maestro holandés, cuyo lienzo es toda una escena de lujosa corte,
nada parangonable con el espíritu de la humildad navideña. En Murillo sí
hallamos esta coherencia, aunque el lujoso dibujo y radiante color del
manto del rey Melchor pone una nota fastuosa en la escena. También los
otros dos reyes tienen figura de su alta dignidad, pues tanto en Murillo como en su inspirador, Rubens, tenemos
ya cambiada la imagen de ‘magos’, original del relato mateano, por la de
‘reyes’, que ha perdurado hasta nuestro tiempo (en cuyos motivos-razones
generadores de la ‘transformación’ no vamos a entrar). De igual modo, hay en este lienzo algún detalle más de séquito real en las cabezas y lanzas que asoman tras de los monarcas.
Pero antes hemos hablado de
niños. Y en esta escena preciosa hay dos, en papel de pajes, en el lateral izquierdo: uno algo detrás, de semblante más ‘neutro’, y otro en primer plano, de cuerpo entero, que
sostiene el manto de Melchor; en ésta imagen secundaria nos ofrece Murillo una de sus
clásicas figuras infantiles rebosantes de candor. Es un muy joven paje, que mira con deliciosa sonrisa al Niño al que su señor está prestando adoración: el rey mago al Señor de todos, al ‘Rey de los judíos,
recién nacido’, como los extranjeros lo designaron en Jerusalén a su llegada, poniendo
en alterada sorpresa a Herodes y sabios escribas. El paje se encuentra casi
extasiado al contemplar al Niño que muestra una madre revestida aquí de cierto
matiz de 'señorío'
Niños en los lienzos del
pintor de la ternura. Y, asociado al más bello de los niños, al Niño-Dios, una
imagen hasta entonces mantenida en un plano de cierta secundariedad, pero que,
en virtud de la doctrina trentina y de la devota influencia de una gran mujer,
santa de primer orden, Teresa de Jesús, experimentó un cambio en cierto modo
‘revolucionario’, como muchas de las realidades tocadas por aquella insigne
mujer: se trata de la imagen de San José, esposo de María y padre legal de
Jesús, representado durante siglos, sobre todo en el periodo gótico y
renacentista, como un anciano de cabello y barba canosos o bien de cabeza
calva, que mira con pasiva actitud al recién nacido, adorado o presentado por
su madre. En este nuevo tiempo se nos ofrece una figura de hombre adulto,
de vigorosa vitalidad, que ejerce un papel protagonista y activo junto a su
joven esposa, un padre que lleva de la mano o acoge con cariño a un Jesús, niño
pequeño pero ya andando. Esta segunda visión es la imagen exenta de San José,
que va a presidir retablos, y se extenderá hasta el Barroco, aunque el Niño
cambiará de chavalillo caminante a tierno bebé sostenido en los brazos
josefinos.
Murillo nos ha dejado lienzos
preciosos con San José en primer plano. Tal vez el más difundido sea la Sagrada Familia
del pajarito, en el museo del Prado, en el que José sostiene al tierno Jesús niño,
que alza su mano para dejar al pajarito que sujeta fuera del alcance del perrillo. ¡Cuánta
ternura hay en ese varón que ampara casi sonriente al chiquillo!. Tiene Murillo otro
lienzo (inacabado) de un San José de abundante barba y cabellera, que abraza la
figura bellísima de un Jesús niño de rubios cabellos y larga túnica, colocado
sobre un plinto. Imagen llena de plenitud varonil y sosegada ternura.
Y como imágenes del santo en
activa presencia, recordemos las relacionadas con la arriesgada 'aventura' de
la huida a Egipto, por indicación de Dios, donde José aparece, bien tirando del
asno en el que monta María, con su Niño en brazos, o en apacible momento de
descanso durante el trayecto de su abrupta hégira. Hay en estas escenas un
hondo sabor de ternura, y a la vez de fuerza, que nos testimonian la figura
vigilante y vigorosa del artesano, con el zurrón de herramientas de carpintero
al hombro, junto a María, que abraza al Niño mientras lo mira con amor; o bien aparecen descansando
en un espacio del camino, en donde la inclusión de árboles pone el elemento
natural de la escena.
Otra situación impregnada de suave ternura es la de San José en su taller de carpintero, mientras María contempla con delicada solicitud a su Niño dormido, cuadro que nos evoca la vida cotidiana de la Sagrada Familia en su casita de Nazaret. Murillo compone una escena de sublime sencillez, en la que los personajes de los padres se hallan pendientes del Niño que el Señor ha puesto en sus manos.
Y, como muestra, no tanto de
ternura en sentido estricto, como de hondura teológica muy del gusto de aquel
periodo histórico de la fe católica, Murillo nos ha dejado la conmovedora
imagen de un ‘misterio’ muy en boga entonces, aunque luego un tanto descartado
por la doctrina más rigurosa: las dos trinidades, en la que Jesús, en figura de
niño ya crecido, de pie, con larga túnica, centra la visión de la Trinidad celestial, con
el Padre y Espíritu Santo en abierto ‘rompimiento de gloria’, y abajo, coloca ambas manos en las de cada una de la figuras
terrenales, María y José. Aquí el que ‘reparte’ ternura
es el Hijo de Dios encarnado y, en cierto modo, el Padre desde su altura, con
serena actitud de protección providente.