domingo, 29 de enero de 2017

LA NAVIDAD EN MURILLO


 NAVIDAD DE LA TERNURA



¡Qué termino tan propicio para la sensiblería!: 'Ternura'. Y, sin embargo, nada más ajeno a la facilonería sensiblera (aunque a algún tendencioso pueda parecerselo), y nada más apropiado para identificar un estilo, no sólo navideño (tema propicio para aplicarlo a este mundo de sensible cercanía), sino para cualificar (derivado de 'cualidad') un estilo artístico, aunque no el exclusivo, que esa palabrita de la que puede abusarse impunemente, cuando deseamos destacar un matiz predominante, relevante, en un artista de fama universal como Bartolomé Esteban Murillo. Sí, la suya es una pintura navideña en la que destaca esa cualidad tan frágil y a veces despreciada, pero tan necesaria para que la relación interpersonal pueda desenvolverse en términos de cercanía y cordialidad (derivado del latín 'corde', que, como es sabido, significa 'corazón',y alude al órgano que rige los afectos y sentimientos, sin excluir la mente, claro).

Y por tanto, término adecuado para un acontecimiento como es la Navidad, revelación de la venida del Verbo eterno, Hijo de Dios ("Dios de Dios, Luz de Luz", según el Credo), que se hace mortal con todas las tremendas consecuencias, y niño por tanto, pero nacido de madre virgen... Un hecho tan asombroso e inimaginable por la mente humana (ya lo dice San Pablo en el himno de Filipenses 2) que ha de ser anunciado por medios sobrehumanos (un ángel, una estrella) y atrae a personas que se salen de lo corriente, que poseen la sencilla credulidad de unos vulgares pastores y la enigmática sabiduría de unos magos orientales, mientra deja, bien conmocionados y confusos a poderosos, o indiferentes a sabios doctores endurecidos. Ese acontecimiento es plasmado por el arte de todos los tiempos desde que el hecho se produjo, con arreglo a los parámetros culturales  de cada época.

Hemos contemplado la expresión que manifiesta la Navidad en la brillante eclosión del Renacimiento en el país tal vez más estimado como prototipo de esa concepción cultural, tanto artística como literaria: Italia. Ahora damos un salto de casi dos siglos adelante y nos situamos en el complejo mundo del Barroco y en el país donde este movimiento cultural del Occidente cristiano tiene uno sus más prototípicos ejemplos: España, y de ella el ámbito tal vez mas brillante de esa época, Andalucía, Sevilla por más señas, faro entonces de tantas manifestaciones existenciales y culturales, junto con Granada, para ser justos. En la Sevilla del siglo XVII brillan con luz radiante el arte del que se estima como el más paradigmático de sus pintores, cuyos lienzos se difundieron en el mismo siglo por toda Europa y fueron ambicionados (y robados, incluso a punta de bayoneta) por los poderosos bandidos (como el napoleónico mariscal Soult), que los llevaron a sus palacios, para terminar en los famosos museos de sus países. Me refiero a Murillo, sin olvidar el mérito del otro 'consagrado' en Sevilla, aunque extremeño de cuna, Zurbarán.

La Navidad, pues, en la pintura de Murillo, y como rasgo predominante, la ternura. Pero no el único. Junto a ese sentimiento que hace la vida agradable (y dulce, sin melosidad) a quienes lo dispensan y reciben, hallamos en Murillo la naturalidad, la ausencia de fastuosidad grandilocuente, el encanto de lo cercano, de lo palpable y disfrutable por los más sencillos. Ese es Murillo y eso resplandece (pero con un resplandor que no ciega) en sus innumerables lienzos, y, entre ellos, tal vez junto a los insuperables de la Virgen María en el misterio de su Concepción Inmaculada, hallamos los del tema navideño, en los que siempre se encuentra, fascinante por su candor y cercanía, la figura de la joven Madre del Niño bellísimo (Murillo es, si no el único, tal vez uno de los artistas que han pintado niños más bellos). Y este tema de la Virgen con el Niño es otro de los predilectos y destacados del artista, que aquí omitimos para centrarnos en el puro tema de la Navidad. 



Sólo una imagen de María Madre de Jesús vamos a traer, y ello porque su tema concreto puede asignarse al mundo navideño: Es la Virgen de la faja, en la que la joven María, absorta en su tarea, está envolviendo el cuerpecito de su Hijo en una faja para sujetar los pañales, mientras dos ángeles hacen sonar sus instrumentos, un laúd y un violín. No hace falta esforzarse para percibir la ternura y el encanto de esta escena.



La ternura como rasgo de la pintura navideña de Murillo tiene abundantes expresiones en su obra. No podemos incluirlas todas; hemos optado por unas cuantas más significativas que nos permiten apreciar con evidencia ese rasgo, junto siempre con la naturalidad carente de toda sofisticación, imagen directa, inmediata, palpable. Ciertamente, pinturas para inspirar devoción, piedad. No olvidemos que nos hallamos en el siglo en el que toma cuerpo y se trasciende al pueblo llano toda la enorme carga doctrinal suscitada por el Concilio de Trento, con la fuerza de lo que podemos llamar 'nueva evangelización', desarrollada sobre todo por las órdenes religiosas, con preeminente presencia de la Compañía de Jesús y el Carmelo teresiano.

Dos son las escenas que destacan en la narración evangélica navideña: la adoración de los pastores, la misma noche del prodigio, y la de los Magos (que no reyes, aunque en la época murillesca ya se les asigna esa condición), un tiempo después, indeterminado, tal vez un año o dos, por el cálculo hecho por Herodes en su salvaje decisión. 



Respecto a los pastores, contamos, sobre todo, con dos lienzos, uno más difundido, que se halla en nuestro museo del Prado, y el segundo, no menos evocador, que atesora el museo de Bellas Artes de Sevilla. En ambos brilla poderosamente (pero hay que pararse a contemplarlos, pues el artista no hace ningún alarde fácilmente perceptible); brillan en los dos las cualidades que hemos querido destacar: ante todo, la ternura, inefable, impregnándolo todo, y tanto como aquella, la sencillez, la naturalidad, la ausencia de cualquier signo de 'grandilocuancia'; es Murillo en su más entrañable calidez humana.

En la escena del lienzo del Prado hay tres pastores: dos hombres y una mujer. El de actitud más adorante es el hombre, casi anciano en primer plano, arrodillado, con indumentaria que puede ser muy bien análoga a la que tuvieran los que acudieron aquella noche. Ha dejado en el suelo una gallina y junta las manos en gesto de devoción ante el precioso Niño que muestra su Madre con serena y tierna actitud, mientras San José, con recia estampa varonil, envuelto en amplio manto, contempla esta adoración, lo mismo que el otro pastor y la mujer, que porta una cesta de huevos mientras el hombre sujeta con suavidad un cordero. Todo respira naturalidad, admiración y ternura. 

La escena nos transmite fielmente la impresión de sencillez que pudo tener el encuentro de los pastores en un ámbito de digna pobreza, como ejemplo de la primera bienaventuranza. Murillo encierra la escena en un ambiente de cierto tenebrismo, o más bien penumbra, del cual destaca la cabeza del buey, para concentrar la luz en la figura del Niño Dios sobre el pesebre y de María. No se puede pedir más belleza, más serenidad y ternura. El 'hallazgo' de lo que los pastores han sabido por el mensaje angélico impregna de admiración a sus protagonistas.

 


El lienzo de la adoración que guarda el museo de Sevilla es muy distinto, algo más complejo en sus elementos integrantes, y tal vez pudiéramos asignarle con verosimilitud el calificativo de 'ternura', en especial por un detalle algo marginal en la escena. A diferencia de la composición horizontal que tiene el del museo del Prado, éste muestra una composición en vertical, teñida igualmente de cierto tenebrismo suave, muy propio del mejor Murillo, que no abusa de la influencia caravaggiesca que indudablemente tuvo. Hay un marco de espacio arquitectónico medio ruinoso que se abre al exterior en la zona izquierda, y se incluye un luminoso rompimiento de gloria en el que dos ángeles niños sobrevuelan la escena.



Hallamos aquí rostros que permiten apreciar la ternura, como en el pastor anciano que aparece en un segundo plano, pero, sobre todo, en el más joven, de aspecto agitanado, con barba y bigote muy morenos; este pastor se encuentra poseído de un delicioso sentimiento de admiración, con abierta sonrisa, mientras contempla al Niño, que nuestra una madre de rasgos más juveniles que la del lienzo del Prado. San José aparece inclinado hacia el Niño mientras se apoya en su bastón. 



Mas donde hallamos el exquisito detalle de la sensibilidad tierna de Murillo es, en el pequeño grupo del lado izquierdo de la escena que componen una madre muy joven que mira a su hijo, que sostiene una gallina y se vuelve a ella con algún comentario de lo que está viendo. Un niño en la escena de encanto navideño. Y es que, si se ha calificado a Murillo como ‘pintor de las Inmaculadas’, con no menos justicia se le puede decir ‘pintor de los niños’. Niños ‘de este mundo’ pueblan sus lienzos, como también los del ‘otro’, el celestial, los ángeles-niños, de los que hace maravillosas creaciones, como en el espacio superior de este lienzo. Esta ‘adoración’ del museo de la capital hispalense es uno de estos ejemplares entrañables, en el que el artista pone una nota que contribuye a imprimir el predominio de la ternura, este fino y delicado sentimiento, tan acorde con el misterio que estamos contemplando.



El mismo detalle de presencia infantil se encuentra en el espléndido lienzo de la adoración de los Magos, de clara influencia de Rubens, pero en el que Murillo ha eliminado casi por completos la altisonante ‘parafernalia’ típica del gran maestro holandés, cuyo lienzo es toda una escena de lujosa corte, nada parangonable con el espíritu de la humildad navideña. En Murillo sí hallamos esta coherencia, aunque el lujoso dibujo y radiante color del manto del rey Melchor pone una nota fastuosa en la escena. También los otros dos reyes tienen figura de su alta dignidad, pues tanto en Murillo como en su inspirador, Rubens, tenemos ya cambiada la imagen de ‘magos’, original del relato mateano, por la de ‘reyes’, que ha perdurado hasta nuestro tiempo (en cuyos motivos-razones generadores de la ‘transformación’ no vamos a entrar). De igual modo, hay en este lienzo algún detalle más de séquito real en las cabezas y lanzas que asoman tras de los monarcas.



Pero antes hemos hablado de niños. Y en esta escena preciosa hay dos, en papel de pajes, en el lateral izquierdo: uno algo detrás, de semblante más ‘neutro’, y otro en primer plano, de cuerpo entero, que sostiene el manto de Melchor; en ésta imagen secundaria nos ofrece Murillo una de sus clásicas figuras infantiles rebosantes de candor. Es un muy joven paje, que mira con deliciosa sonrisa al Niño al que su señor está prestando adoración: el rey mago al Señor de todos, al ‘Rey de los judíos, recién nacido’, como los extranjeros lo designaron en Jerusalén a su llegada, poniendo en alterada sorpresa a Herodes y sabios escribas. El paje se encuentra casi extasiado al contemplar al Niño que muestra una madre revestida aquí de cierto matiz de 'señorío'

Niños en los lienzos del pintor de la ternura. Y, asociado al más bello de los niños, al Niño-Dios, una imagen hasta entonces mantenida en un plano de cierta secundariedad, pero que, en virtud de la doctrina trentina y de la devota influencia de una gran mujer, santa de primer orden, Teresa de Jesús, experimentó un cambio en cierto modo ‘revolucionario’, como muchas de las realidades tocadas por aquella insigne mujer: se trata de la imagen de San José, esposo de María y padre legal de Jesús, representado durante siglos, sobre todo en el periodo gótico y renacentista, como un anciano de cabello y barba canosos o bien de cabeza calva, que mira con pasiva actitud al recién nacido, adorado o presentado por su madre. En este nuevo tiempo se nos ofrece una figura de hombre adulto, de vigorosa vitalidad, que ejerce un papel protagonista y activo junto a su joven esposa, un padre que lleva de la mano o acoge con cariño a un Jesús, niño pequeño pero ya andando. Esta segunda visión es la imagen exenta de San José, que va a presidir retablos, y se extenderá hasta el Barroco, aunque el Niño cambiará de chavalillo caminante a tierno bebé sostenido en los brazos josefinos.



Murillo nos ha dejado lienzos preciosos con San José en primer plano. Tal vez el más difundido sea la Sagrada Familia del pajarito, en el museo del Prado, en el que José sostiene al tierno Jesús niño, que alza su mano para dejar al pajarito que sujeta fuera del alcance del perrillo. ¡Cuánta ternura hay en ese varón que ampara casi sonriente al chiquillo!. Tiene Murillo otro lienzo (inacabado) de un San José de abundante barba y cabellera, que abraza la figura bellísima de un Jesús niño de rubios cabellos y larga túnica, colocado sobre un plinto. Imagen llena de plenitud varonil y sosegada ternura.



Y como imágenes del santo en activa presencia, recordemos las relacionadas con la arriesgada 'aventura' de la huida a Egipto, por indicación de Dios, donde José aparece, bien tirando del asno en el que monta María, con su Niño en brazos, o en apacible momento de descanso durante el trayecto de su abrupta hégira. Hay en estas escenas un hondo sabor de ternura, y a la vez de fuerza, que nos testimonian la figura vigilante y vigorosa del artesano, con el zurrón de herramientas de carpintero al hombro, junto a María, que abraza al Niño mientras lo mira con amor; o bien aparecen descansando en un espacio del camino, en donde la inclusión de árboles pone el elemento natural de la escena.



Otra situación impregnada de suave ternura es la de San José en su taller de carpintero, mientras María contempla con delicada solicitud a su Niño dormido, cuadro que nos evoca la vida cotidiana de la Sagrada Familia en su casita de Nazaret. Murillo compone una escena de sublime sencillez, en la que los personajes de los padres se hallan pendientes del Niño que el Señor ha puesto en sus manos.



Y, como muestra, no tanto de ternura en sentido estricto, como de hondura teológica muy del gusto de aquel periodo histórico de la fe católica, Murillo nos ha dejado la conmovedora imagen de un ‘misterio’ muy en boga entonces, aunque luego un tanto descartado por la doctrina más rigurosa: las dos trinidades, en la que Jesús, en figura de niño ya crecido, de pie, con larga túnica, centra la visión de la Trinidad celestial, con el Padre y Espíritu Santo en abierto ‘rompimiento de gloria’, y abajo, coloca ambas manos en las de cada una de la figuras terrenales, María y José. Aquí el que ‘reparte’ ternura es el Hijo de Dios encarnado y, en cierto modo, el Padre desde su altura, con serena actitud de protección providente.



Este es el Murillo de la Navidad, el artista creyente y, al mismo tiempo, realista, capaz de transmitir una imagen de cercanía de Dios hacia los hombres, que suscita una sensible devoción ante el misterio de la inconcebible pero sublime realidad que nos proclama una de las más felices frases evangélica, la de Lucas en su cántico de Zacarías, el ‘Benedictus’: “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios nos visitará el Sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestro pasos por el camino de la paz”. La paz derramada sobre el mundo por la ternura de Dios: esta es la Navidad, y así la vio Murillo, el gran pintor de la ternura

martes, 10 de enero de 2017

LA NAVIDAD EN LA PINTURA RENACENTISTA ITALIANA

NAVIDAD DE LA BELLEZA Y EL RECOGIMIENTO.

Amigo lector: Este artículo sobre la Navidad en el arte ha venido a tener una extensión algo fuera de lo habitual, Pero el tema tratado es de tal magnitud que a este blogero le ha sido imposible reducirlo más de lo que ha conseguido, Y no me parece oportuno dividirlo en dos entradas porque se pierde el nexo conductor. Espero, sin embargo, que el 'hechizo' del arte italiano en los muy pocos genios elegidos, con las ilustraciones aportadas, logre captar y mantener tu interés hasta el final. 
Muchas gracias y vamos con el asunto.




¿Hay área o sector del arte pictórico, cuando nos referimos a la Navidad, en el que podamos prescindir o minimizar el concepto de belleza? Nos parece que en absoluto. Si la capacidad perceptiva y expresiva del artista de cualquier época (aunque haya más de uno que deba asociarlo a una visión del arte que es más bien 'antiarte', o bien haya periodos históricos en que la falta de pericia del artista le haga caer en falta de ese concepto), si tal capacidad se vuelca en algún mundo de realidad, hay que convenir que, por excelencia, tiene directa relación con el de la Navidad. Porque éste es un mundo tan repleto de ternura, de maravilla en su sencillez, que toca directamente con la belleza. Valga esta explicación como preámbulo.

Hemos emparentado la belleza del tema navideño en el arte pictórico con el infinito mundo artístico italiano y en especial con su periodo tal vez más propiamente 'italiano', como es el Renacimiento en sus orígenes, en su paso desde la suave exquisitez del gótico a la fascinante excelsitud formal y expresiva del Renacimiento; emparentar ambas realidades, Navidad y pintura italiana renacentista, en su época dorada del cuatrocento e inicios del cincuecento, lleva indefectiblemente a pensar y adentrarse en el ámbito supremo e inabarcable de la belleza. Hablamos del sentido de lo bello visto y percibido no sólo como perfección formal, como pureza de líneas y composición, sino como un absoluto de valor insuperable, que debe colocarse junto a otros valores supremos como son el bien y la verdad. Aludimos a tal valor como rasgo característico del mundo habitado por Dios: "Señor, yo amo la belleza de tu casa, el lugar donde reside tu gloria" (S 26, 8). Belleza en directa relación con la cualidad más 'específica' de Dios: su gloria.

Pues bien, en el mundo del arte, el país donde la belleza se da como algo connatural es, ciertamente, Italia. Y parece que así es aceptado por una gran mayoría. De modo que vamos a dejarlo con esta cualificación, a la que he añadido otro término que me haya parecido oportuno al contemplar una gran cantidad de lienzos de artistas italianos. He añadido a la belleza la cualidad del recogimiento. Ha sido la contemplación, en especial, de lienzos con la figura de la Virgen, lo que me ha sugerido ese vocablo, muy utilizado en la literatura religiosa para aludir a una actitud descollante en el modo de vivenciar la relación del ser humano con la realidad divina y para hacer posible el mejor mantenimiento de esa relación. 'Recogimiento' hace referencia a la interioridad del ser humano, un ámbito recóndito de la personalidad, o, tal vez con más propiedad, del alma, en el que se desarrolla esa misteriosa realidad de la relación divino-humana, la que, en lenguaje teresiano, caracterizaríamos como 'trato de amistad con Dios'. Dicho trato exige el recogimiento con factor 'ambiental' imprescindible. Pues bien, tal rasgo de la vida interior aparece de manera excelente en las obras de arte italianas de este periodo, y de manera destacada en la de tema navideño. Por último, digamos que hemos de limitar nuestro análisis para mantenernos en una discreta extensión en estos artículos. No vamos a reducir a muy pocos autores, aunque muy significativos, dejar constancia de esas cualidades de la obra artística de nuestro interés.


FRAY ANGÉLICO.

Si hemos de abrir nuestra contemplación de los genios del cuatrocento italiano con una personalidad descollante, hay que traer como figura genial y excepcional al fraile dominico, además ya canonizado, conocido como fray Angélico, que ha dejado una obra ingente en diversos lugares de su Italia matriz, entre los que destacan por la abundancia de pinturas ejecutadas, el convento de San Marcos de Florencia. Fray Angélico es un pintor al que también puede denominarse 'evangélico'. Su obra está inspirada y da testimonio de los textos sagrados en los que los cuatro evangelistas del Nuevo Testamento dejaron la doctrina donde se condensa la revelación cristiana en la persona humano-divina de Jesús de Nazaret. Con el frecuente añadido devoto de la presencia en las escenas efigiadas de santos y santas muy diversos, aunque con predominio de Santo Domingo de Guzmán y muchos de sus hijos, algo propio de un fraile perteneciente a esa ilustre familia de la Orden de Predicadores, el santo artista dominico despliega una amplísima panoplia de escenas que relatan sucesos de la vida de Jesús y otras referidas a textos sagrados, como el Apocalipsis de San Juan, o a verdades del dogma católico. Sus pinturas del Juicio Final y de la gloria de Dios y de la coronación de Nuestra Señora son temas característicos de su quehacer artístico.

La belleza que brilla con rutilante primacía en la obra pictórica de fray Angélico tiene lugar destacado en sus pinturas navideñas, que no sólo son escenas de Belén. Ante todo, hemos de fijarnos en sus varias 'Anunciaciones', en las que destaca, junto a la belleza, la actitud recogida de María ante el saludo y mensaje del Arcángel. De las varias anunciaciones que pintó nos quedamos, ¿como no?, con la que atesora el madrileño Museo del Prado, llena de datos y detalles plenos de significado, que el artista repetirá en otras  pinturas del mismo tema.

Contemplamos la referencia al pecado original, con la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, con vestidos textiles y no de hojas; el haz de luz que proyecta oblicuamente su fulgor sobre María, en el que desciende una fina paloma del Espíritu Santo, y la imagen del Padre Eterno en un medallón de la arcada; pero, además, añade el artista el delicioso detalle de la golondrina posada en la barra del arco sobre la Virgen. María y elArcángel aparecen con las manos cruzadas sobre el pecho, en gesto de mutua reverencia (que en el Greco se transfigura en adoración de Gabriel). Pero es el rostro de María el que nos transmite la actitud de sumisión ("Aquí está la esclava del Señor") ante el inexplicable mensaje, que, ciertamente, la joven nazaretana no comprendió pero aceptó sin reservas. Humildad, recogimiento, entrega  incondicional se reflejan en el bello rostro mariano de ojos ensimismados, mientras el ángel esboza una sonrisa con infinito respeto.  El azul del manto de la Virgen y el rosa de la túnica angélica imprimen al conjunto una calidez y belleza absolutamente insuperables.




Más sobria es la escena pintada en una celda del florentino convento dominicano de San Marcos, que omite las figuras de los primeros padres de la humanidad y el haz de luz, como el medallón con la imagen del Padre Eterno. Algo apagados los colores, blanca túnica y  manto azul oscuro en María y un suave rosado en la túnica del Ángel, que luce también unas refulgentes alas multicolores. Pero idénticas actitudes en los dos personajes, similar recogimiento en María y reverencia respetuosa en el Ángel.



En ambas pinturas se sitúa a los protagonistas en un escenario de elegante arquitectura, con arcos de medio punto en la de Madrid, que nos hablan ya del periodo renaciente en que debemos situarlo, mientras que en la del convento de san Marcos se mantiene una cierta referencia goticista en la ligera ojiva que forma los arcos. Y en los dos se crea una sensación de perspectiva ambiental que imprime profundidad y amplitud a la escena, gracias al idealizado diseño del recinto hogareño (nada humilde por cierto, en contraste con lo que debió ser la muy sencilla casa de María, son las licencias de la devoción y el clima artístico), así como el bello jardín de la casa donde ocurre el prodigio.



La maestría del Angélico en las más propias escenas de Navidad, la adoración al Niño sobre todo, aúna los aspectos esenciales de las figuras adorantes con un entorno de singular sencillez en el que se muestra una arquitectura con detalles ruinosos para ser fiel a la narración, aunque en ningún caso se representa la tosca gruta del campo de Belén en la que sucedió el hecho; se representa un establo como serían los de la época del pintor. Suele incluir el artista la presencia de los dos animales, asno y buey, para ser fiel a la tradición franciscana que los introduce en el escenario sagrado.

BOTTICELLI Y FILIPO LIPPI

En el firmamento del arte florentino del cuatrcento se multiplicaron los artistas, muchos al servicio de la lujosa corte medicea, y llegan a Roma a demanda de papas y cardenales. Nos vemos obligados a limitarnos a algunos descollantes, y hemos optado, en función del tema, por dos de ellos: Botticelli y Filipo Lippi. Los dos son maestro de las madonnas, con el Niño y a veces San Juanito, que preceden a Rafael. Sus pinturas -frescos, lienzos, tablas- de la Virgen Madre son de tal variedad y cantidad que superan cualquier límite. Además, en ambos artífices hay numerosas pinturas de la Natividad y de la adoración del Niño, en las que destaca, por su carácter adorante y la finura y belleza de su figura, la imagen de María arrodillada ante su Hijo, dejado en el suelo sobre un lienzo o un haz de pajas, sin pesebre.



Botticelli fue tenido por un visionario, y no está descaminado el calificativo. En sus pinturas suele mostrar aspectos inusuales y fantásticos. Si nos limitamos a las navideñas, hay una de ellas que muestra rasgos justificativo de tal estimación. Sobre un portal de trazos rústicos se hallan situados tres ángeles en movida actitud, y por encima contemplamos un rompimiento de gloria en el que un nuevo conjunto angélico danza mientras entona el cántico del 'Gloria in excelsis Deo'. Otros ángeles forman grupo con los pastores adorantes. Pero lo más original y sugerente es la escena ante el portal, en la que el pintor muestra lo que se puede considerar como la realización del mensaje angélico navideño. Tres parejas de personajes se abrazan, a la vez que casi parecen danzar; de ellos uno es hombre y otro ángel. ¿No podría estimarse que tal abrazo es la plasmación de la gloria de Dios, anunciada por los ángeles, y la paz proclamada por ellos para los hombres que reconocen la condición gloriosa del recién nacido? Es, realmente, una visión sublime y de extraordinaria originalidad.



Este es Botticelli, que configura una imagen de María de singular belleza y figura, muy propia de la exquisitez estética del arte cuatrocentista florentino. Y no prescinde en sus figuras de la Virgen del segundo rasgo con el que hemos calificado nuestro comentario, el recogimiento. La imagen de María de las pinturas botticellianas trasmina recogimiento, concentración en su interior, de donde emana la actitud adorante de la Madre ante su Divino Niño.

Mas si en Botticelli nos podemos complacer en la contemplación de la belleza y el recogimiento, no menos intensamente nos encantan las pinturas de otro supremo artista del 'siglo de oro' florentino, Filipo Lippi, un personaje de condición religiosa, pero de vida muy diferente en sus actitudes y comportamiento del modélico santo artista dominicano que abre nuestra galería, fray Angélico. No es éste lugar ni ocasión de extendernos en datos biográficos, pero el parangón de las personalidades de Lippi, fraile carmelita, y el dominico santo Angélico, es tan chocante y divergente que no podemos omitir su referencia, porque es un aspecto que influye en su prolífica obra, en la que hay un sugestivo predominio del tema mariano. Y se explica, pues la exquisita belleza y finura del rostro y la imagen de la Virgen en la pintura de Lippi no son sino la plasmación de las que poseyó la joven que sirvió de modelo al artista, y no sólo de modelo sino de compañera de su vida.



Lippi se enamoró perdidamente de la joven monja Lucrecia Buti, hasta el extremo de sacarla del convento y convertirla en su compañera. Pinturas y dibujos de una calidad excepcional (hasta el punto de obtener el mayor aprecio de un mecenas tan exigente como Cosme de Medici, el Viejo), con el tema de la Virgen o, simplemente denominados 'cabezade mujer', como la que mostramos, pueblan la ingente obra de Filippo Lippi, padre del también fino artífice Filippino Lippi, fruto de su relación amorosa con Lucrecia. Tal 'desmadre', que marcó un tanto negativamente la vida del artista, se halla muy lejos de la absoluta fidelidad a su vocación monacal que tuvo fray Angélico.




Pero estamos tratando de Navidad en la pintura italiana. Y Lippi es uno de los maestros en este tema, además de otros muchos, pues tuvo encargo de varias catedrales para pintar grandes retablos. La Navidad en Lippi tiene como protagonista a María que adora al Niño (figura de enorme lindeza), con o sin san José en la escena. Y la imagen de la Madre de Jesús reúne con sobrada excelencia las dos cualidades que deseamos destacar: la belleza y el recogimiento. La belleza, con un rostro de tal finura que se puede poner en parangón con los de su coetáneo Botticelli y con el posterior genio de Rafael (aunque respecto a éste con diferencia de estilo, más de carácter todavía un tanto goticista Lippi respecto al genio de Urbino. Es un rostro el de María lleno de delicadeza, de rasgos finísimos (no olvidemos a la modelo), que aparecen en pinturas de madonnas y en dibujos donde aboceta la posterior pintura.



En una de sus escenas de adoración del Niño aparece San José como un anciano, también absorto en la contemplación de Madre e Hijo, algo similar a otro de los cuadros de Botticelli. La idea antigua de José como anciano procede de la tradición del icono de Navidad y la liturgia oriental, y es común a toda la iconografía navideña de Occidente. El arte centroeuropeo y flamenco, así como el italiano y español van a mantener esta imagen de anciano en el santo esposo de María, como signo de garantía de la virginidad de la Madre de Cristo, y no se 'desmontará' tal idea, para sustituirla por la de un hombre maduro pero con juventud evidente, hasta que el Concilia de Trento, así como una clara influencia teresiana, remueva esa discrepancia y esa ideología en la imagen josefina.

PINTURICCHIO Y RAFAEL

El tema del arte italiano y la Navidad es tan descollante y rico que nos hemos de extender, a pesar de los límites impuestos. Pero, como final, traemos, por su arte eminente la referencia a dos insignes artistas del periodo de gran plenitud renacentista, que se adentra en el siglo XVI, en cuya obra destaca la belleza y actitud de recogimiento en la figura de María. El primero, algo cercano a los dos anteriores y más alejado del gran fray Angélico, es el conocido con el sobrenombre de Pinturicchio
(Bernardino di Betto di Biagio). Es artista de numerosas obras. Pero sólo nos vamos a ocupar de una de ellas, en la que la belleza y el recogimiento de la Virgen Madre brillan de manera eminente. Es la pintura del retablo 'La adoración del Niño', que se encuentra en la basílica romana de Santa María del Popolo.



De esta bellísima composición, de amplio vuelo y profunda perspectiva, una obra en la que el arte renacentista italiano se muestra en toda su relevancia, nos centramos en la imagen de María, que aparece a la derecha del conjunto, cubierta con amplio manto azul, arrodillada y con las manos suavemente unidas, absorta en la contemplación de su Hijo, que se halla a los pies, sobre el suelo y con actitud movida.


Es el rostro de la Virgen el que nos hechiza, nos fascina con su exquisita belleza y concentración interior. El artífice ha logrado una figura de tal belleza que puede competir con todos los demás pintores. El cabello, de un rubio oscuro, sencillamente recogido, pero con mechones a los lados, deja caer doradas hebras de singular finura, que dan a la imagen una naturalidad carente de toda sofisticación. Y, sobre todo, aparte de una boca de bellísimo dibujo, destacan los ojos, medio entornados y fijos en el pequeño Infante a sus pies. La imagen nos habla de un sentimiento que seguramente embargó el espíritu de aquella jovencilla de Nazaret al contemplar, nacido de ella, el que milagrosamente concibió por obra del Espíritu Santo. Lo inexplicable, lo sobrehumano, lo divinamente realizado embarga la vivencia de aquella elegida, que únicamente se puso en manos de Dios y lo dejó actuar. La Virgen adorante del retablo de Pinturicchio es un mensaje sublime del misterio de Navidad, más que muchas prédicas y tratados eruditos.

Pues bien, para concluir, como broche áureo de esta contemplación navideña, hemos de traer aquí otra suprema, sublime (no importa la redundancia en el término), genial imagen de la Virgen María, podemos decir 'superconcentrada' en el incomprensible Misterio obrado en ella. Y lo hacemos de la manos de una de las tres cúspides del Renacimiento italiano: Rafael Sanzio de Urbino. Es temeridad tratar de mostrar, siquiera ligeramente, la excelencia creativa del más joven de los tres genios renacentistas italianos, él, Miguel Ángel y Leonardo. Ni lo intentamos. El pintor por excelencia de las madonnas, las figura maternales de María, es imposible de abarcar, y bastante lo han tratado infinidad de estudiosos y críticos de arte.



Por nuestra parte y en función del propósito que nos hemos trazado, basta una sola obra, tal vez no muy difundida en los tratados de arte, pero que, además, tenemos la suerte de poseer en España, en el magno museo del Prado. En su gran galería de la planta baja, dedicada a la pintura italiana, descuella el conjunto de lienzos del genio de Urbino. Y de ellos, aunque no el de más tamaño, nos llama la atención de manera sobresaliente el que representa la escena de la Visitación de la Virgen a su prima Isabel, en avanzado embarazo de Juan, el Precursor de aciaga historia, hecho del que María tuvo noticia, como es sabido, por el propio Arcángel Gabriel en la breve conversación donde el mensajero divino le expuso el propósito de Dios sobre su plan de redención mediante la encarnación de Verbo eterno. Como nos relata Lucas evangelista, nada más saber este acontecimiento milagroso, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña de Judea, donde habitaban Isabel y Zacarías. La historia del encuentro entre ambas parientas está repleta de sorpresa, admiración y gozo.

Este pasaje evangélico suele representarse con la escena del abrazo entre María e Isabel. Pero Rafael ha optado por otro modo: no un abrazo sino el estrecharse las manos las dos primas, en un gesto de enorme afectividad y gozo, que rezuma finura expresiva. ¿Qué nos muestra Rafael en su espléndido lienzo, qué percibimos en estas imágenes? Desde luego, y para empezar, la genialidad compositiva de la escena y el marco de amplísima perspectiva donde la sitúa, en el que aparecen, incluso, en planos alejados, imágenes relacionadas con el asunto del encuentro, como son el Padre eterno en vuelo sostenido por ángeles, en la parte superior izquierda, y, menos destacado aún, la escena del bautismo de Jesús en el Jordán, cuyo amplio vado cubre parte del fondo del lienzo. Son los dos personajes sagrados que se hallan en ese momento en el seno de sus madres.



Pero la admiración, el asombro y la fascinación que progresivamente nos van invadiendo se producen al detenernos en la figura de las protagonistas, al dejarnos aprehender por la expresividad de sentimientos que ambas manifiestan. Es un incomparable estudio de expresión psicológica y religiosa. La mirada de las dos parientas, rebosante de asombro admirado la de Isabel al estrechar la mano que María deja entre la suya, el sereno dinamismo que transmiten ambas en la posición de sus pies, en el sosegado avance del encuentro, son aspectos que imprimen a la escena rasgos de hondura y plenitud insuperables.

Para ilustrar las dos cualidades raíz de nuestra contemplación, la belleza y el recogimiento, nada, nada supera a la imagen mariana. Rafael ha logrado en esta efigie uno de los más sublimes y supremos aciertos de su inabarcable producción artística. María aparece (y es una concesión que el artista se hace, tal vez por ignorancia o para dar mayor verosimilitud a la imagen), en estado avanzado de su embarazo, algo que no coincide con la narración evangélica. La indumentaria, como la de Isabel, sus plegados y color, son de una sencillez excepcional, y destaca la juvenil pujanza de la figura de la joven nazaretana, que deja su mano derecha suavemente entre la de su prima.




Mas lo que nos fascina y hasta emociona es el gesto asombroso de la joven madre. La belleza de este rostro y cabeza, con exquisito peinado de enorme elegancia (ciertamente impropios de una sencilla muchacha judía), que deja al descubierto el esbelto cuello de la joven visitante, revelan la maestría del artista. María inclina su cabeza y entorna los ojos en un gesto de infinito recogimiento en un interior pleno de presencia divina, del que dará testimonio en el celestial cántico del Magnificat. 

Son muchas las pinturas geniales que encontramos en los artistas de todos los siglos. Pero la profundidad, la hondura expresiva de actitudes que sobrepujan lo cotidiano, lo habitual, aún con belleza y sabiduría artística, no es fácil conseguirla si no se tiene una capacidad superior para intuir el misterio de la interioridad humana, y, más aún, si esa interioridad se percibe en directa conexión con el supremo ámbito de la trascendencia, y no visto de manera abstracta, como una idea, sino en su realidad más personal, el contacto del ser humano con su Dios, intuido como Plenitud y Sentido de la vida y la existencia. El lienzo de la Visitación nos descubre a un Rafael en el formidable dominio de esa expresividad donde se muestra la riqueza de la relación interpersonal y, a la vez, la excelsa unión de lo humano y lo divino. Pocas son las pinturas donde esta facultad expresiva se manifieste de manera tan patente. En este Rafael hallamos a un artista insuperable en plenitud de sus geniales dotes.         

     

       

lunes, 2 de enero de 2017

LA NAVIDAD EN EL ARTE

LA NAVIDAD CONTEMPLADA EN EL ARTE

Los dos acontecimientos capitales del mensaje cristiano, de la realidad histórica que constituye el núcleo originario y, diríamos, absoluto del mensaje cristiano, la Redención operada gracias a la encarnación, vida , pasión y muerte del Logos, el Verbo Hijo intemporal de Dios, al hacerse hombre y tomar la condición humana herida por el pecado de origen y todos los subsiguientes y con-siguientes derivados; este hecho sucedido en un momento determinado de la historia humana (en cuyos detalles no vamos a entrar por exceder con mucho del motivo de esta mención). Los dos acontecimientos capitales de ese hecho son: por un lado, y primeramente, el nacimiento del Hijo de Dios, Jesús de Nazaret, en Belén de Judea, cuna del rey David, su ascendiente según la carne y la ley mosáica, hecho que constituye el conjunto de celebraciones que englobamos con el nombre de 'Navidad', y, segundo, el conjunto de acontecimientos que constituyen el terrible drama del rechazo definitivo y frontal de ese Jesús de Nazaret por parte del pueblo judío, el pueblo elegido mediante una alianza de Dios con los patriarcas de los que nace dicho pueblo, y que en el mundo cristiano y universalmente conocido, se agrupa bajo las fiestas de Semana Santa, en especial el Triduo Pascual, donde Jesús es condenado muerte y ejecutado en la cruz, pero a quien, según la fe predicada por los apóstoles, Dios resucitó de entre los muertos, vivió un breve tiempo en esa nueva condición, apareciéndose a sus más íntimos discípulos, quienes, según propia confesión, pudieron estar, vivir y comer con él hasta el día en que por propia virtud ascendió al cielo, donde permanece, junto a Dios (el Padre, a su derecha) hasta la segunda y definitiva venida a clausurar la historia humana y el cosmos, e inaugurar el mundo nuevo ("un cielo nuevo y una tierra nueva, donde habite la  justicia").

Pues bien, estos dos acontecimientos, en los que se condensa el misterio de la redención, Natividad y Pasión-Muerte-Resurrección de Jesucristo, han sido objeto, desde los inicios del arte cristiano, de un especial tratamiento y expresión en multitud de obras del más diverso tipo y materia, algo que sobrepuja con mucho cualquier otro tema del que el arte se haya ocupado a lo largo de los siglos. En los veinte siglos de historia cristiana se ha constituido el conjunto de obras de arte más relevante de toda la historia de las representaciones plásticas que se han dado en el mundo.


Natividad. Retablo mayor de la catedral de Sevilla 


De los dos grandes temas cristianos, deseamos ocuparnos, de manera limitada, naturalmente (porque es tarea casi imposible abarcar todo lo que el mundo artístico ha producido a lo largo de la historia), del correspondiente a la Navidad, ya que acometemos este intento en los días de esta festividad. Navidad en el arte. Pero, ¿en qué área del arte, en qué sector o mundo artístico? Nos ceñimos al arte español, con una excepción, Italia en su periodo renacentista más brillante, el 'cuatrocento', calculado éste con cierta flexibilidad cronológica. Y nos imponemos otra limitación: vamos a contemplar este Misterio sólo en el arte pìctórico, posiblemente el área artística en donde se han producido mayor número de obras referidas a la Navidad, aunque la abundancia de retablos en los que se incluye algúna escena navideña es ingente.  


Botticelli: La Virgen y el Niño (det)

Navidad en el arte pictórico italiano y español, y dentro de éste último, nos autolimitamos a dos grandes pintores, uno de área andaluza, y otro del mundo, no castellano, sino español por antonomasia, ubicado en el centro mismo de la España de siempre. De Andalucía, y más aún, de Sevilla, un pintor culmen del barroco, Bartolomé Esteban Murillo. Y el segundo, que cronológicamente es el primero, un genio universal, irrepetible, el cretense-toledano Doménico Theotocópuli, el Greco. Con estosdos artífices, junto a los cuales traeremos la memoria del renacimiento italiano en su conjunto, queremos dialogar e indagar su secreto impulso creador para mostrarnos el misterio de la Navidad, tan hondamente vivido por el sentido cristiano en sus respectivos periodos vitales, que pueden resumirse en uno solo, en el que la fe en la acción redentora de Dios por Jesucristo impregna de sentido y contenido no sólo el arte sino la existencia en su integridad. Arte como vibración existencial de la fe, este es el hálito animador y el hilo conductor de unas vidas consagradas en su casi totalidad a expresar el sentido de la vida y del mundo.

Cada uno de estos mundos artísticos (del arte italiano no nos sentimos capaces ni deseamos limitarnos a un artista), mirado desde el punto de enfoque de lo expresivo-psicológico, tiene un rasgo que impregna y da sentido a la creatividad de sus autores, más allá de la capacidad del artífice, y por ello hemos elegido un subtítulo para calificar, y en cierto sentido identificar, a los personajes, sin que tal adjetivo excluya otras cualidades o intente establecer una comparación de unos respecto a otros.



Fray Angélico. Adoración del Niño

Iniciamos la 'ronda' con el más temprano en el tiempo: Italia en su época de genialidad tal vez más brillante, el 'cuatrocento'; a este mundo densísimo de personajes geniales lo identificamos con un concepto que igual puede aplicarse a los demás que hemos seleccionado, pero que, dado además el carácter 'corporativo' del mundo que estudiamos, merece con absoluta propiedad: la belleza: La Navidad en el Renacimiento cuatrocentista italiano o la Navidad de la Belleza. 




El Greco: Adoración de los pastores (det).

Para el mundo artístico del Greco nos quedamos con el rasgo que, en nuestra opinión, cualifica por excelencia a este artista sin igual, extraño, excéntrico, pintor de lo visible y lo invisible: La navidad con el Greco es para nosotros la expresión de una actitud ante una realidad que supera todos los límites: Éxtasis ante el MisterioHay un aliento de unción sagrada en el arte del Greco, que emana de todas sus imágenes navideñas y le imprime un hálito de trascendencia realmente sublime.




Murillo: Adoración de los pastores

Y para cualificar el arte de Murillo, hemos optado por el rasgo que, en nuestra opinión, mejor lo caracteriza y que se muestra sobre todo en sus lienzos navideños. La de Murillo es la Navidad de la Ternura. Realismo, naturalismo, sí, pero, ante todo, en las escenas navideñas de su arte, de sus personajes, la ternura, la 'humanidad más humana' del Misterio de la Encarnación.

Este es el propósito que nos lleva a contemplar esa misteriosa y a la vez cercana realidad que celebramos en estos días: la humanización del Verbo eterno, Hijo de Dios, hecho así al mismo tiempo como Él se designó con frecuencia, Hijo del hombre.