miércoles, 9 de noviembre de 2016

MISTERIO NOCTURNO EN EL PARRAL

LA HORA DEL MISTERIO: NOCHE Y AMANECER EN EL PARRAL

"La noche no interrumpe tu historia con el hombre,
la noche es tiempo de salvación"
                                Himno litúrgico de las Horas.

"¡Oh noche amable, más que la alborada!"
                          S. Juan de la Cruz: Noche oscura.

"La noche sosegada,
en par de los levantes de la aurora".
                          San Juan de la Cruz: Cántico.


           
            Como exergo, ponemos tres textos de la máxima expresividad, que nos hablan de la noche en términos encomiásticos de suma hondura. La noche, también tenida como símbolo e imagen de la desgracia, de lo negativo y espantable. Y, sin embargo, ¡cuánta poesía se ha escrito, en donde la noche es valorada como hora para el amor, hora para la ternura y la confidencia dicha en voz baja!. La noche, tiempo contradictorio, ha sido para este peregrino frecuente ocasión de vivencias sublimes, de hallazgo del más reposado silencio. Y lo ha sido especialmente en su experiencia de huésped monástico.




            Los recintos monacales, que en sí ya son ámbitos del silencio vivo, del silencio habitado por el Misterio que habla sin palabras, al llegar la noche adquieren su más convincente y auténtico significado. Por dicho motivo y cualidad, el tiempo que transcurre desde el nocturno Oficio de Completas al de Laudes, a la mañana siguiente, se denomina en el lenguaje monástico "gran silencio". Mientras dura este tiempo toda comunicación queda acallada, y, si hiciera falta, se manifestará más que en tono normal, por señas o en voz muy baja.

            Pero hay ámbitos cenobíticos en los que la experiencia de la noche adquiere un relieve y una virtualidad especiales que excluye toda referencia tremendista; al contrario, la configuración del recinto y la posibilidad de permanecer en él, o las singulares cualidades del entorno donde se halla situado el monasterio u otras circunstancias no previsibles, imprimen a la vivencia del tiempo nocturno por parte del huésped unas condiciones que la hacen singularmente valiosa, y por ello inolvidable. Y confirman la afirmación de la bondad de la noche, de la propicia posibilidad de llevar el contacto con la realidad trascendente de Dios a niveles de hondura inefable, que llevan a exclamar con el gran místico el elogio de la noche como tiempo más amable que el día.

            Este es el caso del monasterio del Parral, que ha ocupado nuestra comunicación en las últimas entregas. Varios son los aspectos que se aúnan para permitir al huésped vivir una experiencia de sublimes calidades, en la que se entra en el ámbito del misterio, con doble significado y, por tanto, con minúscula y mayúscula: es la noche el momento de las sombras, que, si son benignas como en este caso, infunden serenidad y sosiego en el ánimo. Y esas condiciones ambientales, vividas en un recinto sagrado, en el que se tiene muy cerca la presencia sacramental de Cristo en la capilla siempre abierta del monasterio, facilitan la percepción, siempre sujeta al influjo de la fe, del Misterio que oculta la presencia sensorial de la realidad divina. Es una experiencia ciertamente inefable, inexplicable, pero que, incluso en situación espiritual de oscuridad, se percibe 'un no sé qué' que nos habla por ventura, dicho en términos del excelso santo poeta, parte de cuyos restos descansan unos metros más allá del cenobio del Parral.



            La entrada en la 'hora del misterio' se produce a partir del final de la cena. Comunidad y huéspedes hemos concluido la colación nocturna en el amplio refectorio y salimos, ya sin formalidad, cada uno a su celda o al claustro. A esta hora, en dependencia del tiempo estacional, podrían ya estar encendidas las someras luces del claustro. Poco tiempo después nos reunimos en la capilla para el Oficio de Completas, que transcurre con la sencillez propia de esa Hora. El final, como siempre, consiste en el canto de la Salve, para cuyo acto se apagan las luces de la capilla y se enciende un foco que ilumina la imagen de la Virgen, ahora la antigua talla románica que dio nombre al recinto, situada en hornacina a la derecha del Crucifijo que nos preside, ante la cual se han encendido dos cirios. El canto sosegado es ya una factor de plenitud serenante por las mismas invocaciones que conforman esa antigua oración mariana. 



            Una vez concluido el canto, monjes y huéspedes van pasando ante el P. Prior, que, junto a la puerta e hisopo en mano, asperja a cada uno con agua bendita, un detalle más (como en todos los monasterios) que contribuye a sentirse amparado por la misericordia perdonadora de Dios. Al salir al claustro sí que nos hallamos plenamente sumidos en las sombras nocturnas que palían las luces de las esquinas y la luz de reflectores que iluminan la torre. En uno de los rincones podemos contemplar la bella imagen de la Virgen Madre, de insinuante sonrisa goticista, de pie, con el Niño en brazos. Se halla rodeada de macetas de pilistras con sus grandes hojas. Es una referencia que suscita la percepción del Misterio.




            Enmarcadas por los arcos de herradura apuntada, la iluminación artística destaca, entre las frondosas masas de cipreses y abeto, las formas monumentales del edificio, galería superior y aún la tercera de un lado, y la torre campanario con su terminación plateresca. Todo adquiere un relieve espléndido, con maravillosos contrastes de luz y sombra que producen una fascinante impresión por su belleza, y nos hace sentir inmersos, sumergidos en un mar que no ahoga sino eleva, al amparo de silencio ambiental que domina el gran recinto y nos introduce en la hondura del Misterio en su integridad casi tangible y envolvente. Podemos deambular serenamente por las desiertas naves del claustro sin que nadie nos urja la retirada, y así disfrutamos de los diversos enfoques del magno edificio.



            Con tan estimulante impresión tomamos el ascensor que nos lleva al piso alto y entramos en nuestra celda. Mas allí, todavía a oscuras, en su doble ventanal, ¡oh maravilla!, nos sorprende el inigualable espectáculo de los monumentos segovianos iluminados, que resalta sobre la oscura masa del monte cubierto de arboleda, en el que se vislumbran igualmente las luces de las calles. Mantenemos apagada la luz de la habitación y esto resalta, a través de los dos huecos de las ventanas, la belleza sublime de tal espectáculo. 



           Desfilan ante nuestra vista los monumentos realzados por la iluminación artística: la esbeltez de la torre de San Esteban a nuestra izquierda; sigue la gran fábrica de la catedral, su cúpula y linterna, como el grandioso campanario; más a la derecha, la torre de San Andrés y, a continuación, algo más distante, la gran mole del alcázar, su hermosa torre del homenaje y la redonda torre de la 'proa' delantera. 



          Vamos captando el conjunto y los monumentos, uno a uno. La masa vegetal que puebla las laderas de la montaña queda también teñida de un luminoso verdor oscuro que contrasta con el brillo de los edificios. Todo ofrece una visión ante la que nos pasaríamos las horas sin retirarnos, saturando nuestra vista y el ánimo con tal maravilla. El misterio, que impregna de silencio la noche y la hace amable, nos penetra el espíritu y nos llena de paz indescriptible. Es una experiencia que se graba muy profundamente en los más recónditos repliegues del alma. Toda realidad ajena a este momento queda desplazada a niveles más inferiores. No es que pierda su relevancia, pero ésta queda subsumida bajo los planos de altísimo valor estético y espiritual, que se compensan mutuamente. Gustosamente pasaríamos el tiempo en esta contemplación, hasta que se apague la iluminación artística, pero hemos de retirarnos para madrugar y asistir al Oficio de Laudes, con monasterio y ciudad todavía sumidos en las sombras.

            La noche nos ha dejando imborrable huella. Hemos gustado el supremo encanto nocturno en su belleza y densa expresividad.  Pero aún nos aguarda otra inesperada sorpresa, que, sin contradecir a la anterior vivencia, nos lleva a experimentar la inefabilidad de otro momento y otras condiciones envolventes de nuestro ámbito. Al levantarnos al amanecer, para acudir a la capilla, todo el recinto y su entorno urbano se hallan rodeados de sombras, pero, sin embargo, en el cielo apunta ya una tímida luz. El cerrado negror nocturno va cediendo paso lentamente a un albor que pone en el ambiente de la ciudad tonalidades añiles que permiten perfilar la masa oscura de los grandes edificios contra un fondo todavía semiluminoso en el que campean las escasas luces de las calles y alguna ventana de vecinos madrugadores ya encendida. Es otra indescriptible estampa de belleza serena, que nos atrae y fascina. Tomamos la cámara fotográfica y la ponemos sobre un trípode para captar semejante maravilla sin riesgo de que nos falle el pulso. Logramos retener este fulgor medio tenebroso antes de acudir al Oficio litúrgico.



            Bajamos a la capilla. El claustro se halla sumido en sombras; sólo una pequeña luz ilumina el retablo de San Jerónimo en uno de los rincones. Las formas del campanario se siluetean apenas sobre un cielo de leve añil a través de la arcada. El Oficio de Laudes transcurre sobrio y sosegado. Mas al regresar a la celda, todavía la claridad del cielo no ha avanzado tanto que pueda decirse que es ya pleno día. Sin embargo, el incipiente claror ilumina suavemente los edificios como para poder apreciar sus formas monumentales. Y la arboleda desde la que parecen emerger tiene ya una verde tonalidad, todavía en penumbra. 



           Se está realizando ante nuestra asombrada vista el verso del místico poeta que hemos traído al comienzo: "La noche sosegada, en par de los levantes de la aurora". Sosiego pleno en el monasterio y en una ciudad, donde, todavía, el tráfago de la vida no ha marcado su huella ruidosa: sosiego y paz bajo la luz tamizada de la fresca amanecida; pura poesía hecha realidad.


            Por mucho que nos esforcemos en utilizar los términos más escogidos para describir estas impresiones, la del momento inicial de la amanecida y la segunda, con el día más avanzado, no lograremos trasladar una imagen adecuada de aquella vivencia. Estamos en la esfera de lo inefable, y así vivimos y somos embargados por tan excelsa visión cada noche y madrugada. Durante los días de nuestra permanencia en el cenobio de Santa María del Parral volvemos a experimentar la fascinación misteriosa de tan exquisita belleza, que inunda nuestros sentidos y empapa el espíritu de una extraña vibración que viene a sumarse a todas las demás facetas de la inolvidable estancia en este excepcional recinto, y nos suscita el deseo de repetir el hospedaje en años sucesivos. En muy pocos lugares se conjugan tantas y tan excelentes cualidades para hacer de la estancia una experiencia realmente vivificadora en muchos sentidos. 

1 comentario:

  1. Solo puedo añadir una pregunta:
    ¿Señor, por qué tardaste tanto en poner a Carlos en mi camino?
    Tal vez tenía que pasar por todo lo que he pasado. Pero cuantos sinsabores me habría ahorrado.
    Preciosos relatos sobre un lugar increíble que ojalá pueda visitar en tu compañía.
    Gracias amigo Carlos.

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