"La noche no interrumpe tu historia
con el hombre,
la noche es tiempo de salvación"
Himno litúrgico de las Horas.
"¡Oh noche amable, más que la
alborada!"
S.
Juan de la Cruz :
Noche oscura.
"La noche sosegada,
en par de los levantes de la aurora".
San
Juan de la Cruz :
Cántico.
Como
exergo, ponemos tres textos de la máxima expresividad, que nos hablan de la
noche en términos encomiásticos de suma hondura. La noche, también tenida como
símbolo e imagen de la desgracia, de lo negativo y espantable. Y, sin embargo,
¡cuánta poesía se ha escrito, en donde la noche es valorada como hora para el
amor, hora para la ternura y la confidencia dicha en voz baja!. La noche,
tiempo contradictorio, ha sido para este peregrino frecuente ocasión de
vivencias sublimes, de hallazgo del más reposado silencio. Y lo ha sido
especialmente en su experiencia de huésped monástico.
Los
recintos monacales, que en sí ya son ámbitos del silencio vivo, del silencio
habitado por el Misterio que habla sin palabras, al llegar la noche adquieren
su más convincente y auténtico significado. Por dicho motivo y cualidad, el
tiempo que transcurre desde el nocturno Oficio de Completas al de Laudes, a la mañana siguiente, se
denomina en el lenguaje monástico "gran
silencio". Mientras dura este tiempo toda comunicación queda acallada, y, si
hiciera falta, se manifestará más que en tono normal, por señas o en voz muy
baja.
Pero hay
ámbitos cenobíticos en los que la experiencia de la noche adquiere un relieve y
una virtualidad especiales que excluye toda referencia tremendista; al
contrario, la configuración del recinto y la posibilidad de permanecer en él, o
las singulares cualidades del entorno donde se halla situado el monasterio u
otras circunstancias no previsibles, imprimen a la vivencia del tiempo nocturno
por parte del huésped unas condiciones que la hacen singularmente valiosa, y
por ello inolvidable. Y confirman la afirmación de la bondad de la noche, de la
propicia posibilidad de llevar el contacto con la realidad trascendente de Dios
a niveles de hondura inefable, que llevan a exclamar con el gran místico el
elogio de la noche como tiempo más amable que el día.
Este es el
caso del monasterio del Parral, que ha ocupado nuestra comunicación en las
últimas entregas. Varios son los aspectos que se aúnan para permitir al huésped
vivir una experiencia de sublimes calidades, en la que se entra en el ámbito
del misterio, con doble significado y, por tanto, con minúscula y mayúscula: es
la noche el momento de las sombras, que, si son benignas como en este caso,
infunden serenidad y sosiego en el ánimo. Y esas condiciones ambientales,
vividas en un recinto sagrado, en el que se tiene muy cerca la presencia
sacramental de Cristo en la capilla siempre abierta del monasterio, facilitan
la percepción, siempre sujeta al influjo de la fe, del Misterio que oculta la
presencia sensorial de la realidad divina. Es una experiencia ciertamente
inefable, inexplicable, pero que, incluso en situación espiritual de oscuridad,
se percibe 'un no sé qué' que nos habla por ventura, dicho en términos del
excelso santo poeta, parte de cuyos restos descansan unos metros más allá del
cenobio del Parral.
La entrada
en la 'hora del misterio' se produce a
partir del final de la cena. Comunidad y huéspedes hemos concluido la colación
nocturna en el amplio refectorio y salimos, ya sin formalidad, cada uno a su
celda o al claustro. A esta hora, en dependencia del tiempo estacional, podrían
ya estar encendidas las someras luces del claustro. Poco tiempo después nos
reunimos en la capilla para el Oficio de Completas, que transcurre con la
sencillez propia de esa Hora. El final, como siempre, consiste en el canto de la Salve , para cuyo acto se
apagan las luces de la capilla y se enciende un foco que ilumina la imagen de la Virgen , ahora la antigua
talla románica que dio nombre al recinto, situada en hornacina a la derecha del
Crucifijo que nos preside, ante la cual se han encendido dos cirios. El canto
sosegado es ya una factor de plenitud serenante por las mismas invocaciones que
conforman esa antigua oración mariana.
Una vez concluido el canto, monjes y huéspedes
van pasando ante el P. Prior, que, junto a la puerta e hisopo en mano, asperja
a cada uno con agua bendita, un detalle más (como en todos los monasterios) que
contribuye a sentirse amparado por la misericordia perdonadora de Dios. Al salir al
claustro sí que nos hallamos plenamente sumidos en las sombras nocturnas que
palían las luces de las esquinas y la luz de reflectores que iluminan la torre.
En uno de los rincones podemos contemplar la bella imagen de la Virgen Madre , de insinuante
sonrisa goticista, de pie, con el Niño en brazos. Se halla rodeada de macetas
de pilistras con sus grandes hojas. Es una referencia que suscita la percepción
del Misterio.
Enmarcadas
por los arcos de herradura apuntada, la iluminación artística destaca, entre
las frondosas masas de cipreses y abeto, las formas monumentales del edificio,
galería superior y aún la tercera de un lado, y la torre campanario con su
terminación plateresca. Todo adquiere un relieve espléndido, con maravillosos
contrastes de luz y sombra que producen una fascinante impresión por su
belleza, y nos hace sentir inmersos, sumergidos en un mar que no ahoga sino
eleva, al amparo de silencio ambiental que domina el gran recinto y nos
introduce en la hondura del Misterio en su integridad casi tangible y
envolvente. Podemos deambular serenamente por las desiertas naves del claustro
sin que nadie nos urja la retirada, y así disfrutamos de los diversos enfoques
del magno edificio.
Con tan
estimulante impresión tomamos el ascensor que nos lleva al piso alto y entramos
en nuestra celda. Mas allí, todavía a oscuras, en su doble ventanal, ¡oh
maravilla!, nos sorprende el inigualable espectáculo de los monumentos
segovianos iluminados, que resalta sobre la oscura masa del monte cubierto de
arboleda, en el que se vislumbran igualmente las luces de las calles. Mantenemos
apagada la luz de la habitación y esto resalta, a través de los dos huecos de
las ventanas, la belleza sublime de tal espectáculo.
Desfilan ante nuestra
vista los monumentos realzados por la iluminación artística: la esbeltez de la
torre de San Esteban a nuestra izquierda; sigue la gran fábrica de la catedral,
su cúpula y linterna, como el grandioso campanario; más a la derecha, la torre
de San Andrés y, a continuación, algo más distante, la gran mole del alcázar,
su hermosa torre del homenaje y la redonda torre de la 'proa' delantera.
Vamos
captando el conjunto y los monumentos, uno a uno. La masa vegetal que puebla
las laderas de la montaña queda también teñida de un luminoso verdor oscuro que
contrasta con el brillo de los edificios. Todo ofrece una visión ante la que
nos pasaríamos las horas sin retirarnos, saturando nuestra vista y el ánimo con
tal maravilla. El
misterio, que impregna de silencio la noche y la hace amable, nos penetra el
espíritu y nos llena de paz indescriptible. Es una experiencia que se graba muy
profundamente en los más recónditos repliegues del alma. Toda realidad ajena a
este momento queda desplazada a niveles más inferiores. No es que pierda su
relevancia, pero ésta queda subsumida bajo los planos de altísimo valor
estético y espiritual, que se compensan mutuamente. Gustosamente pasaríamos el
tiempo en esta contemplación, hasta que se apague la iluminación artística,
pero hemos de retirarnos para madrugar y asistir al Oficio de Laudes, con monasterio y ciudad todavía
sumidos en las sombras.
La noche
nos ha dejando imborrable huella. Hemos gustado el supremo encanto nocturno en
su belleza y densa expresividad. Pero
aún nos aguarda otra inesperada sorpresa, que, sin contradecir a la anterior
vivencia, nos lleva a experimentar la inefabilidad de otro momento y otras
condiciones envolventes de nuestro ámbito. Al
levantarnos al amanecer, para acudir a la capilla, todo el recinto y su entorno
urbano se hallan rodeados de sombras, pero, sin embargo, en el cielo apunta ya una
tímida luz. El cerrado negror nocturno va cediendo paso lentamente a un albor
que pone en el ambiente de la ciudad tonalidades añiles que permiten perfilar
la masa oscura de los grandes edificios contra un fondo todavía semiluminoso en
el que campean las escasas luces de las calles y alguna ventana de vecinos
madrugadores ya encendida. Es otra indescriptible estampa de belleza serena,
que nos atrae y fascina. Tomamos la cámara fotográfica y la ponemos sobre un
trípode para captar semejante maravilla sin riesgo de que nos falle el pulso.
Logramos retener este fulgor medio tenebroso antes de acudir al Oficio
litúrgico.
Bajamos a
la capilla. El claustro se halla sumido en sombras; sólo una pequeña luz
ilumina el retablo de San Jerónimo en uno de los rincones. Las formas del
campanario se siluetean apenas sobre un cielo de leve añil a través de la
arcada. El Oficio de Laudes
transcurre sobrio y sosegado. Mas al regresar a la celda, todavía la claridad
del cielo no ha avanzado tanto que pueda decirse que es ya pleno día. Sin
embargo, el incipiente claror ilumina suavemente los edificios como para poder
apreciar sus formas monumentales. Y la arboleda desde la que parecen emerger
tiene ya una verde tonalidad, todavía en penumbra.
Se está realizando ante
nuestra asombrada vista el verso del místico poeta que hemos traído al comienzo:
"La noche sosegada, en par de los
levantes de la aurora". Sosiego pleno en el monasterio y en una ciudad,
donde, todavía, el tráfago de la vida no ha marcado su huella ruidosa: sosiego
y paz bajo la luz tamizada de la fresca amanecida; pura poesía hecha realidad.
Por mucho
que nos esforcemos en utilizar los términos más escogidos para describir estas
impresiones, la del momento inicial de la amanecida y la segunda, con el día
más avanzado, no lograremos trasladar una imagen adecuada de aquella vivencia.
Estamos en la esfera de lo inefable, y así vivimos y somos embargados por tan
excelsa visión cada noche y madrugada. Durante los días de nuestra permanencia
en el cenobio de Santa María del Parral volvemos a experimentar la fascinación
misteriosa de tan exquisita belleza, que inunda nuestros sentidos y empapa el
espíritu de una extraña vibración que viene a sumarse a todas las demás facetas
de la inolvidable estancia en este excepcional recinto, y nos suscita el deseo
de repetir el hospedaje en años sucesivos. En muy pocos lugares se conjugan
tantas y tan excelentes cualidades para hacer de la estancia una experiencia
realmente vivificadora en muchos sentidos.
Solo puedo añadir una pregunta:
ResponderEliminar¿Señor, por qué tardaste tanto en poner a Carlos en mi camino?
Tal vez tenía que pasar por todo lo que he pasado. Pero cuantos sinsabores me habría ahorrado.
Preciosos relatos sobre un lugar increíble que ojalá pueda visitar en tu compañía.
Gracias amigo Carlos.