domingo, 29 de enero de 2017

LA NAVIDAD EN MURILLO


 NAVIDAD DE LA TERNURA



¡Qué termino tan propicio para la sensiblería!: 'Ternura'. Y, sin embargo, nada más ajeno a la facilonería sensiblera (aunque a algún tendencioso pueda parecerselo), y nada más apropiado para identificar un estilo, no sólo navideño (tema propicio para aplicarlo a este mundo de sensible cercanía), sino para cualificar (derivado de 'cualidad') un estilo artístico, aunque no el exclusivo, que esa palabrita de la que puede abusarse impunemente, cuando deseamos destacar un matiz predominante, relevante, en un artista de fama universal como Bartolomé Esteban Murillo. Sí, la suya es una pintura navideña en la que destaca esa cualidad tan frágil y a veces despreciada, pero tan necesaria para que la relación interpersonal pueda desenvolverse en términos de cercanía y cordialidad (derivado del latín 'corde', que, como es sabido, significa 'corazón',y alude al órgano que rige los afectos y sentimientos, sin excluir la mente, claro).

Y por tanto, término adecuado para un acontecimiento como es la Navidad, revelación de la venida del Verbo eterno, Hijo de Dios ("Dios de Dios, Luz de Luz", según el Credo), que se hace mortal con todas las tremendas consecuencias, y niño por tanto, pero nacido de madre virgen... Un hecho tan asombroso e inimaginable por la mente humana (ya lo dice San Pablo en el himno de Filipenses 2) que ha de ser anunciado por medios sobrehumanos (un ángel, una estrella) y atrae a personas que se salen de lo corriente, que poseen la sencilla credulidad de unos vulgares pastores y la enigmática sabiduría de unos magos orientales, mientra deja, bien conmocionados y confusos a poderosos, o indiferentes a sabios doctores endurecidos. Ese acontecimiento es plasmado por el arte de todos los tiempos desde que el hecho se produjo, con arreglo a los parámetros culturales  de cada época.

Hemos contemplado la expresión que manifiesta la Navidad en la brillante eclosión del Renacimiento en el país tal vez más estimado como prototipo de esa concepción cultural, tanto artística como literaria: Italia. Ahora damos un salto de casi dos siglos adelante y nos situamos en el complejo mundo del Barroco y en el país donde este movimiento cultural del Occidente cristiano tiene uno sus más prototípicos ejemplos: España, y de ella el ámbito tal vez mas brillante de esa época, Andalucía, Sevilla por más señas, faro entonces de tantas manifestaciones existenciales y culturales, junto con Granada, para ser justos. En la Sevilla del siglo XVII brillan con luz radiante el arte del que se estima como el más paradigmático de sus pintores, cuyos lienzos se difundieron en el mismo siglo por toda Europa y fueron ambicionados (y robados, incluso a punta de bayoneta) por los poderosos bandidos (como el napoleónico mariscal Soult), que los llevaron a sus palacios, para terminar en los famosos museos de sus países. Me refiero a Murillo, sin olvidar el mérito del otro 'consagrado' en Sevilla, aunque extremeño de cuna, Zurbarán.

La Navidad, pues, en la pintura de Murillo, y como rasgo predominante, la ternura. Pero no el único. Junto a ese sentimiento que hace la vida agradable (y dulce, sin melosidad) a quienes lo dispensan y reciben, hallamos en Murillo la naturalidad, la ausencia de fastuosidad grandilocuente, el encanto de lo cercano, de lo palpable y disfrutable por los más sencillos. Ese es Murillo y eso resplandece (pero con un resplandor que no ciega) en sus innumerables lienzos, y, entre ellos, tal vez junto a los insuperables de la Virgen María en el misterio de su Concepción Inmaculada, hallamos los del tema navideño, en los que siempre se encuentra, fascinante por su candor y cercanía, la figura de la joven Madre del Niño bellísimo (Murillo es, si no el único, tal vez uno de los artistas que han pintado niños más bellos). Y este tema de la Virgen con el Niño es otro de los predilectos y destacados del artista, que aquí omitimos para centrarnos en el puro tema de la Navidad. 



Sólo una imagen de María Madre de Jesús vamos a traer, y ello porque su tema concreto puede asignarse al mundo navideño: Es la Virgen de la faja, en la que la joven María, absorta en su tarea, está envolviendo el cuerpecito de su Hijo en una faja para sujetar los pañales, mientras dos ángeles hacen sonar sus instrumentos, un laúd y un violín. No hace falta esforzarse para percibir la ternura y el encanto de esta escena.



La ternura como rasgo de la pintura navideña de Murillo tiene abundantes expresiones en su obra. No podemos incluirlas todas; hemos optado por unas cuantas más significativas que nos permiten apreciar con evidencia ese rasgo, junto siempre con la naturalidad carente de toda sofisticación, imagen directa, inmediata, palpable. Ciertamente, pinturas para inspirar devoción, piedad. No olvidemos que nos hallamos en el siglo en el que toma cuerpo y se trasciende al pueblo llano toda la enorme carga doctrinal suscitada por el Concilio de Trento, con la fuerza de lo que podemos llamar 'nueva evangelización', desarrollada sobre todo por las órdenes religiosas, con preeminente presencia de la Compañía de Jesús y el Carmelo teresiano.

Dos son las escenas que destacan en la narración evangélica navideña: la adoración de los pastores, la misma noche del prodigio, y la de los Magos (que no reyes, aunque en la época murillesca ya se les asigna esa condición), un tiempo después, indeterminado, tal vez un año o dos, por el cálculo hecho por Herodes en su salvaje decisión. 



Respecto a los pastores, contamos, sobre todo, con dos lienzos, uno más difundido, que se halla en nuestro museo del Prado, y el segundo, no menos evocador, que atesora el museo de Bellas Artes de Sevilla. En ambos brilla poderosamente (pero hay que pararse a contemplarlos, pues el artista no hace ningún alarde fácilmente perceptible); brillan en los dos las cualidades que hemos querido destacar: ante todo, la ternura, inefable, impregnándolo todo, y tanto como aquella, la sencillez, la naturalidad, la ausencia de cualquier signo de 'grandilocuancia'; es Murillo en su más entrañable calidez humana.

En la escena del lienzo del Prado hay tres pastores: dos hombres y una mujer. El de actitud más adorante es el hombre, casi anciano en primer plano, arrodillado, con indumentaria que puede ser muy bien análoga a la que tuvieran los que acudieron aquella noche. Ha dejado en el suelo una gallina y junta las manos en gesto de devoción ante el precioso Niño que muestra su Madre con serena y tierna actitud, mientras San José, con recia estampa varonil, envuelto en amplio manto, contempla esta adoración, lo mismo que el otro pastor y la mujer, que porta una cesta de huevos mientras el hombre sujeta con suavidad un cordero. Todo respira naturalidad, admiración y ternura. 

La escena nos transmite fielmente la impresión de sencillez que pudo tener el encuentro de los pastores en un ámbito de digna pobreza, como ejemplo de la primera bienaventuranza. Murillo encierra la escena en un ambiente de cierto tenebrismo, o más bien penumbra, del cual destaca la cabeza del buey, para concentrar la luz en la figura del Niño Dios sobre el pesebre y de María. No se puede pedir más belleza, más serenidad y ternura. El 'hallazgo' de lo que los pastores han sabido por el mensaje angélico impregna de admiración a sus protagonistas.

 


El lienzo de la adoración que guarda el museo de Sevilla es muy distinto, algo más complejo en sus elementos integrantes, y tal vez pudiéramos asignarle con verosimilitud el calificativo de 'ternura', en especial por un detalle algo marginal en la escena. A diferencia de la composición horizontal que tiene el del museo del Prado, éste muestra una composición en vertical, teñida igualmente de cierto tenebrismo suave, muy propio del mejor Murillo, que no abusa de la influencia caravaggiesca que indudablemente tuvo. Hay un marco de espacio arquitectónico medio ruinoso que se abre al exterior en la zona izquierda, y se incluye un luminoso rompimiento de gloria en el que dos ángeles niños sobrevuelan la escena.



Hallamos aquí rostros que permiten apreciar la ternura, como en el pastor anciano que aparece en un segundo plano, pero, sobre todo, en el más joven, de aspecto agitanado, con barba y bigote muy morenos; este pastor se encuentra poseído de un delicioso sentimiento de admiración, con abierta sonrisa, mientras contempla al Niño, que nuestra una madre de rasgos más juveniles que la del lienzo del Prado. San José aparece inclinado hacia el Niño mientras se apoya en su bastón. 



Mas donde hallamos el exquisito detalle de la sensibilidad tierna de Murillo es, en el pequeño grupo del lado izquierdo de la escena que componen una madre muy joven que mira a su hijo, que sostiene una gallina y se vuelve a ella con algún comentario de lo que está viendo. Un niño en la escena de encanto navideño. Y es que, si se ha calificado a Murillo como ‘pintor de las Inmaculadas’, con no menos justicia se le puede decir ‘pintor de los niños’. Niños ‘de este mundo’ pueblan sus lienzos, como también los del ‘otro’, el celestial, los ángeles-niños, de los que hace maravillosas creaciones, como en el espacio superior de este lienzo. Esta ‘adoración’ del museo de la capital hispalense es uno de estos ejemplares entrañables, en el que el artista pone una nota que contribuye a imprimir el predominio de la ternura, este fino y delicado sentimiento, tan acorde con el misterio que estamos contemplando.



El mismo detalle de presencia infantil se encuentra en el espléndido lienzo de la adoración de los Magos, de clara influencia de Rubens, pero en el que Murillo ha eliminado casi por completos la altisonante ‘parafernalia’ típica del gran maestro holandés, cuyo lienzo es toda una escena de lujosa corte, nada parangonable con el espíritu de la humildad navideña. En Murillo sí hallamos esta coherencia, aunque el lujoso dibujo y radiante color del manto del rey Melchor pone una nota fastuosa en la escena. También los otros dos reyes tienen figura de su alta dignidad, pues tanto en Murillo como en su inspirador, Rubens, tenemos ya cambiada la imagen de ‘magos’, original del relato mateano, por la de ‘reyes’, que ha perdurado hasta nuestro tiempo (en cuyos motivos-razones generadores de la ‘transformación’ no vamos a entrar). De igual modo, hay en este lienzo algún detalle más de séquito real en las cabezas y lanzas que asoman tras de los monarcas.



Pero antes hemos hablado de niños. Y en esta escena preciosa hay dos, en papel de pajes, en el lateral izquierdo: uno algo detrás, de semblante más ‘neutro’, y otro en primer plano, de cuerpo entero, que sostiene el manto de Melchor; en ésta imagen secundaria nos ofrece Murillo una de sus clásicas figuras infantiles rebosantes de candor. Es un muy joven paje, que mira con deliciosa sonrisa al Niño al que su señor está prestando adoración: el rey mago al Señor de todos, al ‘Rey de los judíos, recién nacido’, como los extranjeros lo designaron en Jerusalén a su llegada, poniendo en alterada sorpresa a Herodes y sabios escribas. El paje se encuentra casi extasiado al contemplar al Niño que muestra una madre revestida aquí de cierto matiz de 'señorío'

Niños en los lienzos del pintor de la ternura. Y, asociado al más bello de los niños, al Niño-Dios, una imagen hasta entonces mantenida en un plano de cierta secundariedad, pero que, en virtud de la doctrina trentina y de la devota influencia de una gran mujer, santa de primer orden, Teresa de Jesús, experimentó un cambio en cierto modo ‘revolucionario’, como muchas de las realidades tocadas por aquella insigne mujer: se trata de la imagen de San José, esposo de María y padre legal de Jesús, representado durante siglos, sobre todo en el periodo gótico y renacentista, como un anciano de cabello y barba canosos o bien de cabeza calva, que mira con pasiva actitud al recién nacido, adorado o presentado por su madre. En este nuevo tiempo se nos ofrece una figura de hombre adulto, de vigorosa vitalidad, que ejerce un papel protagonista y activo junto a su joven esposa, un padre que lleva de la mano o acoge con cariño a un Jesús, niño pequeño pero ya andando. Esta segunda visión es la imagen exenta de San José, que va a presidir retablos, y se extenderá hasta el Barroco, aunque el Niño cambiará de chavalillo caminante a tierno bebé sostenido en los brazos josefinos.



Murillo nos ha dejado lienzos preciosos con San José en primer plano. Tal vez el más difundido sea la Sagrada Familia del pajarito, en el museo del Prado, en el que José sostiene al tierno Jesús niño, que alza su mano para dejar al pajarito que sujeta fuera del alcance del perrillo. ¡Cuánta ternura hay en ese varón que ampara casi sonriente al chiquillo!. Tiene Murillo otro lienzo (inacabado) de un San José de abundante barba y cabellera, que abraza la figura bellísima de un Jesús niño de rubios cabellos y larga túnica, colocado sobre un plinto. Imagen llena de plenitud varonil y sosegada ternura.



Y como imágenes del santo en activa presencia, recordemos las relacionadas con la arriesgada 'aventura' de la huida a Egipto, por indicación de Dios, donde José aparece, bien tirando del asno en el que monta María, con su Niño en brazos, o en apacible momento de descanso durante el trayecto de su abrupta hégira. Hay en estas escenas un hondo sabor de ternura, y a la vez de fuerza, que nos testimonian la figura vigilante y vigorosa del artesano, con el zurrón de herramientas de carpintero al hombro, junto a María, que abraza al Niño mientras lo mira con amor; o bien aparecen descansando en un espacio del camino, en donde la inclusión de árboles pone el elemento natural de la escena.



Otra situación impregnada de suave ternura es la de San José en su taller de carpintero, mientras María contempla con delicada solicitud a su Niño dormido, cuadro que nos evoca la vida cotidiana de la Sagrada Familia en su casita de Nazaret. Murillo compone una escena de sublime sencillez, en la que los personajes de los padres se hallan pendientes del Niño que el Señor ha puesto en sus manos.



Y, como muestra, no tanto de ternura en sentido estricto, como de hondura teológica muy del gusto de aquel periodo histórico de la fe católica, Murillo nos ha dejado la conmovedora imagen de un ‘misterio’ muy en boga entonces, aunque luego un tanto descartado por la doctrina más rigurosa: las dos trinidades, en la que Jesús, en figura de niño ya crecido, de pie, con larga túnica, centra la visión de la Trinidad celestial, con el Padre y Espíritu Santo en abierto ‘rompimiento de gloria’, y abajo, coloca ambas manos en las de cada una de la figuras terrenales, María y José. Aquí el que ‘reparte’ ternura es el Hijo de Dios encarnado y, en cierto modo, el Padre desde su altura, con serena actitud de protección providente.



Este es el Murillo de la Navidad, el artista creyente y, al mismo tiempo, realista, capaz de transmitir una imagen de cercanía de Dios hacia los hombres, que suscita una sensible devoción ante el misterio de la inconcebible pero sublime realidad que nos proclama una de las más felices frases evangélica, la de Lucas en su cántico de Zacarías, el ‘Benedictus’: “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios nos visitará el Sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestro pasos por el camino de la paz”. La paz derramada sobre el mundo por la ternura de Dios: esta es la Navidad, y así la vio Murillo, el gran pintor de la ternura

1 comentario:

  1. Magistral lección sobre Murillo y sus niños, circunscrita aquí a los cuadros que se refieren a la Navidad.
    Quedo pendiente, para cuando puedas de que me cuentes la historia de la transformación de los Magos en Reyes, hoy Reyes Magos.

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