martes, 10 de enero de 2017

LA NAVIDAD EN LA PINTURA RENACENTISTA ITALIANA

NAVIDAD DE LA BELLEZA Y EL RECOGIMIENTO.

Amigo lector: Este artículo sobre la Navidad en el arte ha venido a tener una extensión algo fuera de lo habitual, Pero el tema tratado es de tal magnitud que a este blogero le ha sido imposible reducirlo más de lo que ha conseguido, Y no me parece oportuno dividirlo en dos entradas porque se pierde el nexo conductor. Espero, sin embargo, que el 'hechizo' del arte italiano en los muy pocos genios elegidos, con las ilustraciones aportadas, logre captar y mantener tu interés hasta el final. 
Muchas gracias y vamos con el asunto.




¿Hay área o sector del arte pictórico, cuando nos referimos a la Navidad, en el que podamos prescindir o minimizar el concepto de belleza? Nos parece que en absoluto. Si la capacidad perceptiva y expresiva del artista de cualquier época (aunque haya más de uno que deba asociarlo a una visión del arte que es más bien 'antiarte', o bien haya periodos históricos en que la falta de pericia del artista le haga caer en falta de ese concepto), si tal capacidad se vuelca en algún mundo de realidad, hay que convenir que, por excelencia, tiene directa relación con el de la Navidad. Porque éste es un mundo tan repleto de ternura, de maravilla en su sencillez, que toca directamente con la belleza. Valga esta explicación como preámbulo.

Hemos emparentado la belleza del tema navideño en el arte pictórico con el infinito mundo artístico italiano y en especial con su periodo tal vez más propiamente 'italiano', como es el Renacimiento en sus orígenes, en su paso desde la suave exquisitez del gótico a la fascinante excelsitud formal y expresiva del Renacimiento; emparentar ambas realidades, Navidad y pintura italiana renacentista, en su época dorada del cuatrocento e inicios del cincuecento, lleva indefectiblemente a pensar y adentrarse en el ámbito supremo e inabarcable de la belleza. Hablamos del sentido de lo bello visto y percibido no sólo como perfección formal, como pureza de líneas y composición, sino como un absoluto de valor insuperable, que debe colocarse junto a otros valores supremos como son el bien y la verdad. Aludimos a tal valor como rasgo característico del mundo habitado por Dios: "Señor, yo amo la belleza de tu casa, el lugar donde reside tu gloria" (S 26, 8). Belleza en directa relación con la cualidad más 'específica' de Dios: su gloria.

Pues bien, en el mundo del arte, el país donde la belleza se da como algo connatural es, ciertamente, Italia. Y parece que así es aceptado por una gran mayoría. De modo que vamos a dejarlo con esta cualificación, a la que he añadido otro término que me haya parecido oportuno al contemplar una gran cantidad de lienzos de artistas italianos. He añadido a la belleza la cualidad del recogimiento. Ha sido la contemplación, en especial, de lienzos con la figura de la Virgen, lo que me ha sugerido ese vocablo, muy utilizado en la literatura religiosa para aludir a una actitud descollante en el modo de vivenciar la relación del ser humano con la realidad divina y para hacer posible el mejor mantenimiento de esa relación. 'Recogimiento' hace referencia a la interioridad del ser humano, un ámbito recóndito de la personalidad, o, tal vez con más propiedad, del alma, en el que se desarrolla esa misteriosa realidad de la relación divino-humana, la que, en lenguaje teresiano, caracterizaríamos como 'trato de amistad con Dios'. Dicho trato exige el recogimiento con factor 'ambiental' imprescindible. Pues bien, tal rasgo de la vida interior aparece de manera excelente en las obras de arte italianas de este periodo, y de manera destacada en la de tema navideño. Por último, digamos que hemos de limitar nuestro análisis para mantenernos en una discreta extensión en estos artículos. No vamos a reducir a muy pocos autores, aunque muy significativos, dejar constancia de esas cualidades de la obra artística de nuestro interés.


FRAY ANGÉLICO.

Si hemos de abrir nuestra contemplación de los genios del cuatrocento italiano con una personalidad descollante, hay que traer como figura genial y excepcional al fraile dominico, además ya canonizado, conocido como fray Angélico, que ha dejado una obra ingente en diversos lugares de su Italia matriz, entre los que destacan por la abundancia de pinturas ejecutadas, el convento de San Marcos de Florencia. Fray Angélico es un pintor al que también puede denominarse 'evangélico'. Su obra está inspirada y da testimonio de los textos sagrados en los que los cuatro evangelistas del Nuevo Testamento dejaron la doctrina donde se condensa la revelación cristiana en la persona humano-divina de Jesús de Nazaret. Con el frecuente añadido devoto de la presencia en las escenas efigiadas de santos y santas muy diversos, aunque con predominio de Santo Domingo de Guzmán y muchos de sus hijos, algo propio de un fraile perteneciente a esa ilustre familia de la Orden de Predicadores, el santo artista dominico despliega una amplísima panoplia de escenas que relatan sucesos de la vida de Jesús y otras referidas a textos sagrados, como el Apocalipsis de San Juan, o a verdades del dogma católico. Sus pinturas del Juicio Final y de la gloria de Dios y de la coronación de Nuestra Señora son temas característicos de su quehacer artístico.

La belleza que brilla con rutilante primacía en la obra pictórica de fray Angélico tiene lugar destacado en sus pinturas navideñas, que no sólo son escenas de Belén. Ante todo, hemos de fijarnos en sus varias 'Anunciaciones', en las que destaca, junto a la belleza, la actitud recogida de María ante el saludo y mensaje del Arcángel. De las varias anunciaciones que pintó nos quedamos, ¿como no?, con la que atesora el madrileño Museo del Prado, llena de datos y detalles plenos de significado, que el artista repetirá en otras  pinturas del mismo tema.

Contemplamos la referencia al pecado original, con la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, con vestidos textiles y no de hojas; el haz de luz que proyecta oblicuamente su fulgor sobre María, en el que desciende una fina paloma del Espíritu Santo, y la imagen del Padre Eterno en un medallón de la arcada; pero, además, añade el artista el delicioso detalle de la golondrina posada en la barra del arco sobre la Virgen. María y elArcángel aparecen con las manos cruzadas sobre el pecho, en gesto de mutua reverencia (que en el Greco se transfigura en adoración de Gabriel). Pero es el rostro de María el que nos transmite la actitud de sumisión ("Aquí está la esclava del Señor") ante el inexplicable mensaje, que, ciertamente, la joven nazaretana no comprendió pero aceptó sin reservas. Humildad, recogimiento, entrega  incondicional se reflejan en el bello rostro mariano de ojos ensimismados, mientras el ángel esboza una sonrisa con infinito respeto.  El azul del manto de la Virgen y el rosa de la túnica angélica imprimen al conjunto una calidez y belleza absolutamente insuperables.




Más sobria es la escena pintada en una celda del florentino convento dominicano de San Marcos, que omite las figuras de los primeros padres de la humanidad y el haz de luz, como el medallón con la imagen del Padre Eterno. Algo apagados los colores, blanca túnica y  manto azul oscuro en María y un suave rosado en la túnica del Ángel, que luce también unas refulgentes alas multicolores. Pero idénticas actitudes en los dos personajes, similar recogimiento en María y reverencia respetuosa en el Ángel.



En ambas pinturas se sitúa a los protagonistas en un escenario de elegante arquitectura, con arcos de medio punto en la de Madrid, que nos hablan ya del periodo renaciente en que debemos situarlo, mientras que en la del convento de san Marcos se mantiene una cierta referencia goticista en la ligera ojiva que forma los arcos. Y en los dos se crea una sensación de perspectiva ambiental que imprime profundidad y amplitud a la escena, gracias al idealizado diseño del recinto hogareño (nada humilde por cierto, en contraste con lo que debió ser la muy sencilla casa de María, son las licencias de la devoción y el clima artístico), así como el bello jardín de la casa donde ocurre el prodigio.



La maestría del Angélico en las más propias escenas de Navidad, la adoración al Niño sobre todo, aúna los aspectos esenciales de las figuras adorantes con un entorno de singular sencillez en el que se muestra una arquitectura con detalles ruinosos para ser fiel a la narración, aunque en ningún caso se representa la tosca gruta del campo de Belén en la que sucedió el hecho; se representa un establo como serían los de la época del pintor. Suele incluir el artista la presencia de los dos animales, asno y buey, para ser fiel a la tradición franciscana que los introduce en el escenario sagrado.

BOTTICELLI Y FILIPO LIPPI

En el firmamento del arte florentino del cuatrcento se multiplicaron los artistas, muchos al servicio de la lujosa corte medicea, y llegan a Roma a demanda de papas y cardenales. Nos vemos obligados a limitarnos a algunos descollantes, y hemos optado, en función del tema, por dos de ellos: Botticelli y Filipo Lippi. Los dos son maestro de las madonnas, con el Niño y a veces San Juanito, que preceden a Rafael. Sus pinturas -frescos, lienzos, tablas- de la Virgen Madre son de tal variedad y cantidad que superan cualquier límite. Además, en ambos artífices hay numerosas pinturas de la Natividad y de la adoración del Niño, en las que destaca, por su carácter adorante y la finura y belleza de su figura, la imagen de María arrodillada ante su Hijo, dejado en el suelo sobre un lienzo o un haz de pajas, sin pesebre.



Botticelli fue tenido por un visionario, y no está descaminado el calificativo. En sus pinturas suele mostrar aspectos inusuales y fantásticos. Si nos limitamos a las navideñas, hay una de ellas que muestra rasgos justificativo de tal estimación. Sobre un portal de trazos rústicos se hallan situados tres ángeles en movida actitud, y por encima contemplamos un rompimiento de gloria en el que un nuevo conjunto angélico danza mientras entona el cántico del 'Gloria in excelsis Deo'. Otros ángeles forman grupo con los pastores adorantes. Pero lo más original y sugerente es la escena ante el portal, en la que el pintor muestra lo que se puede considerar como la realización del mensaje angélico navideño. Tres parejas de personajes se abrazan, a la vez que casi parecen danzar; de ellos uno es hombre y otro ángel. ¿No podría estimarse que tal abrazo es la plasmación de la gloria de Dios, anunciada por los ángeles, y la paz proclamada por ellos para los hombres que reconocen la condición gloriosa del recién nacido? Es, realmente, una visión sublime y de extraordinaria originalidad.



Este es Botticelli, que configura una imagen de María de singular belleza y figura, muy propia de la exquisitez estética del arte cuatrocentista florentino. Y no prescinde en sus figuras de la Virgen del segundo rasgo con el que hemos calificado nuestro comentario, el recogimiento. La imagen de María de las pinturas botticellianas trasmina recogimiento, concentración en su interior, de donde emana la actitud adorante de la Madre ante su Divino Niño.

Mas si en Botticelli nos podemos complacer en la contemplación de la belleza y el recogimiento, no menos intensamente nos encantan las pinturas de otro supremo artista del 'siglo de oro' florentino, Filipo Lippi, un personaje de condición religiosa, pero de vida muy diferente en sus actitudes y comportamiento del modélico santo artista dominicano que abre nuestra galería, fray Angélico. No es éste lugar ni ocasión de extendernos en datos biográficos, pero el parangón de las personalidades de Lippi, fraile carmelita, y el dominico santo Angélico, es tan chocante y divergente que no podemos omitir su referencia, porque es un aspecto que influye en su prolífica obra, en la que hay un sugestivo predominio del tema mariano. Y se explica, pues la exquisita belleza y finura del rostro y la imagen de la Virgen en la pintura de Lippi no son sino la plasmación de las que poseyó la joven que sirvió de modelo al artista, y no sólo de modelo sino de compañera de su vida.



Lippi se enamoró perdidamente de la joven monja Lucrecia Buti, hasta el extremo de sacarla del convento y convertirla en su compañera. Pinturas y dibujos de una calidad excepcional (hasta el punto de obtener el mayor aprecio de un mecenas tan exigente como Cosme de Medici, el Viejo), con el tema de la Virgen o, simplemente denominados 'cabezade mujer', como la que mostramos, pueblan la ingente obra de Filippo Lippi, padre del también fino artífice Filippino Lippi, fruto de su relación amorosa con Lucrecia. Tal 'desmadre', que marcó un tanto negativamente la vida del artista, se halla muy lejos de la absoluta fidelidad a su vocación monacal que tuvo fray Angélico.




Pero estamos tratando de Navidad en la pintura italiana. Y Lippi es uno de los maestros en este tema, además de otros muchos, pues tuvo encargo de varias catedrales para pintar grandes retablos. La Navidad en Lippi tiene como protagonista a María que adora al Niño (figura de enorme lindeza), con o sin san José en la escena. Y la imagen de la Madre de Jesús reúne con sobrada excelencia las dos cualidades que deseamos destacar: la belleza y el recogimiento. La belleza, con un rostro de tal finura que se puede poner en parangón con los de su coetáneo Botticelli y con el posterior genio de Rafael (aunque respecto a éste con diferencia de estilo, más de carácter todavía un tanto goticista Lippi respecto al genio de Urbino. Es un rostro el de María lleno de delicadeza, de rasgos finísimos (no olvidemos a la modelo), que aparecen en pinturas de madonnas y en dibujos donde aboceta la posterior pintura.



En una de sus escenas de adoración del Niño aparece San José como un anciano, también absorto en la contemplación de Madre e Hijo, algo similar a otro de los cuadros de Botticelli. La idea antigua de José como anciano procede de la tradición del icono de Navidad y la liturgia oriental, y es común a toda la iconografía navideña de Occidente. El arte centroeuropeo y flamenco, así como el italiano y español van a mantener esta imagen de anciano en el santo esposo de María, como signo de garantía de la virginidad de la Madre de Cristo, y no se 'desmontará' tal idea, para sustituirla por la de un hombre maduro pero con juventud evidente, hasta que el Concilia de Trento, así como una clara influencia teresiana, remueva esa discrepancia y esa ideología en la imagen josefina.

PINTURICCHIO Y RAFAEL

El tema del arte italiano y la Navidad es tan descollante y rico que nos hemos de extender, a pesar de los límites impuestos. Pero, como final, traemos, por su arte eminente la referencia a dos insignes artistas del periodo de gran plenitud renacentista, que se adentra en el siglo XVI, en cuya obra destaca la belleza y actitud de recogimiento en la figura de María. El primero, algo cercano a los dos anteriores y más alejado del gran fray Angélico, es el conocido con el sobrenombre de Pinturicchio
(Bernardino di Betto di Biagio). Es artista de numerosas obras. Pero sólo nos vamos a ocupar de una de ellas, en la que la belleza y el recogimiento de la Virgen Madre brillan de manera eminente. Es la pintura del retablo 'La adoración del Niño', que se encuentra en la basílica romana de Santa María del Popolo.



De esta bellísima composición, de amplio vuelo y profunda perspectiva, una obra en la que el arte renacentista italiano se muestra en toda su relevancia, nos centramos en la imagen de María, que aparece a la derecha del conjunto, cubierta con amplio manto azul, arrodillada y con las manos suavemente unidas, absorta en la contemplación de su Hijo, que se halla a los pies, sobre el suelo y con actitud movida.


Es el rostro de la Virgen el que nos hechiza, nos fascina con su exquisita belleza y concentración interior. El artífice ha logrado una figura de tal belleza que puede competir con todos los demás pintores. El cabello, de un rubio oscuro, sencillamente recogido, pero con mechones a los lados, deja caer doradas hebras de singular finura, que dan a la imagen una naturalidad carente de toda sofisticación. Y, sobre todo, aparte de una boca de bellísimo dibujo, destacan los ojos, medio entornados y fijos en el pequeño Infante a sus pies. La imagen nos habla de un sentimiento que seguramente embargó el espíritu de aquella jovencilla de Nazaret al contemplar, nacido de ella, el que milagrosamente concibió por obra del Espíritu Santo. Lo inexplicable, lo sobrehumano, lo divinamente realizado embarga la vivencia de aquella elegida, que únicamente se puso en manos de Dios y lo dejó actuar. La Virgen adorante del retablo de Pinturicchio es un mensaje sublime del misterio de Navidad, más que muchas prédicas y tratados eruditos.

Pues bien, para concluir, como broche áureo de esta contemplación navideña, hemos de traer aquí otra suprema, sublime (no importa la redundancia en el término), genial imagen de la Virgen María, podemos decir 'superconcentrada' en el incomprensible Misterio obrado en ella. Y lo hacemos de la manos de una de las tres cúspides del Renacimiento italiano: Rafael Sanzio de Urbino. Es temeridad tratar de mostrar, siquiera ligeramente, la excelencia creativa del más joven de los tres genios renacentistas italianos, él, Miguel Ángel y Leonardo. Ni lo intentamos. El pintor por excelencia de las madonnas, las figura maternales de María, es imposible de abarcar, y bastante lo han tratado infinidad de estudiosos y críticos de arte.



Por nuestra parte y en función del propósito que nos hemos trazado, basta una sola obra, tal vez no muy difundida en los tratados de arte, pero que, además, tenemos la suerte de poseer en España, en el magno museo del Prado. En su gran galería de la planta baja, dedicada a la pintura italiana, descuella el conjunto de lienzos del genio de Urbino. Y de ellos, aunque no el de más tamaño, nos llama la atención de manera sobresaliente el que representa la escena de la Visitación de la Virgen a su prima Isabel, en avanzado embarazo de Juan, el Precursor de aciaga historia, hecho del que María tuvo noticia, como es sabido, por el propio Arcángel Gabriel en la breve conversación donde el mensajero divino le expuso el propósito de Dios sobre su plan de redención mediante la encarnación de Verbo eterno. Como nos relata Lucas evangelista, nada más saber este acontecimiento milagroso, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña de Judea, donde habitaban Isabel y Zacarías. La historia del encuentro entre ambas parientas está repleta de sorpresa, admiración y gozo.

Este pasaje evangélico suele representarse con la escena del abrazo entre María e Isabel. Pero Rafael ha optado por otro modo: no un abrazo sino el estrecharse las manos las dos primas, en un gesto de enorme afectividad y gozo, que rezuma finura expresiva. ¿Qué nos muestra Rafael en su espléndido lienzo, qué percibimos en estas imágenes? Desde luego, y para empezar, la genialidad compositiva de la escena y el marco de amplísima perspectiva donde la sitúa, en el que aparecen, incluso, en planos alejados, imágenes relacionadas con el asunto del encuentro, como son el Padre eterno en vuelo sostenido por ángeles, en la parte superior izquierda, y, menos destacado aún, la escena del bautismo de Jesús en el Jordán, cuyo amplio vado cubre parte del fondo del lienzo. Son los dos personajes sagrados que se hallan en ese momento en el seno de sus madres.



Pero la admiración, el asombro y la fascinación que progresivamente nos van invadiendo se producen al detenernos en la figura de las protagonistas, al dejarnos aprehender por la expresividad de sentimientos que ambas manifiestan. Es un incomparable estudio de expresión psicológica y religiosa. La mirada de las dos parientas, rebosante de asombro admirado la de Isabel al estrechar la mano que María deja entre la suya, el sereno dinamismo que transmiten ambas en la posición de sus pies, en el sosegado avance del encuentro, son aspectos que imprimen a la escena rasgos de hondura y plenitud insuperables.

Para ilustrar las dos cualidades raíz de nuestra contemplación, la belleza y el recogimiento, nada, nada supera a la imagen mariana. Rafael ha logrado en esta efigie uno de los más sublimes y supremos aciertos de su inabarcable producción artística. María aparece (y es una concesión que el artista se hace, tal vez por ignorancia o para dar mayor verosimilitud a la imagen), en estado avanzado de su embarazo, algo que no coincide con la narración evangélica. La indumentaria, como la de Isabel, sus plegados y color, son de una sencillez excepcional, y destaca la juvenil pujanza de la figura de la joven nazaretana, que deja su mano derecha suavemente entre la de su prima.




Mas lo que nos fascina y hasta emociona es el gesto asombroso de la joven madre. La belleza de este rostro y cabeza, con exquisito peinado de enorme elegancia (ciertamente impropios de una sencilla muchacha judía), que deja al descubierto el esbelto cuello de la joven visitante, revelan la maestría del artista. María inclina su cabeza y entorna los ojos en un gesto de infinito recogimiento en un interior pleno de presencia divina, del que dará testimonio en el celestial cántico del Magnificat. 

Son muchas las pinturas geniales que encontramos en los artistas de todos los siglos. Pero la profundidad, la hondura expresiva de actitudes que sobrepujan lo cotidiano, lo habitual, aún con belleza y sabiduría artística, no es fácil conseguirla si no se tiene una capacidad superior para intuir el misterio de la interioridad humana, y, más aún, si esa interioridad se percibe en directa conexión con el supremo ámbito de la trascendencia, y no visto de manera abstracta, como una idea, sino en su realidad más personal, el contacto del ser humano con su Dios, intuido como Plenitud y Sentido de la vida y la existencia. El lienzo de la Visitación nos descubre a un Rafael en el formidable dominio de esa expresividad donde se muestra la riqueza de la relación interpersonal y, a la vez, la excelsa unión de lo humano y lo divino. Pocas son las pinturas donde esta facultad expresiva se manifieste de manera tan patente. En este Rafael hallamos a un artista insuperable en plenitud de sus geniales dotes.         

     

       

1 comentario:

  1. Tenía previsto haber hecho un único comentario a las tres entradas dedicadas a la Navidad en el arte. Si bien debería haberme imaginado que iba a ser imposible, como así ha sido.
    Imposible dejar para más adelante la referencia a Fray Angélico y al convento de San Marcos en Florencia.
    E imposible no citar la historia de amor entre el fraile carmelita y la joven y bella monja; Filipo Lippi y Lucrecia Buti. Una historia que desconocía por completo.
    Por último, pero no menos importante, resaltar la tremenda diferencia cualitativa que existe entre ver una pintura por ti mismo o explicada en todos sus detalles por un experto.
    Chapeau Carlos.

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